Es una noche más cálida que las de los últimos tiempos. Aún no son las once y las calles ya están prácticamente vacías. Venimos de tomarnos unos gintonics en casa de unos amigos. La gente quiere ponerse en tu situación, pero no lo consigue. La angustia que produce el hecho de estar los dos miembros de la pareja al paro y la sensación de que los días vuelan sin ningún atisbo de cambio sólo se puede sentir cuando lo estás viviendo. Es así. Estamos muertos de hambre. Con ese tipo de hambre que da el alcohol. Tres gintoncis a lo largo de la tarde (la luz que entraba furiosa por las ventanas a primera hora de la tarde se fue esfumando como si no quisiera hacerlo) tampoco son muchos, pero todos nos estamos haciendo mayores. De repente, recordamos que de camino a casa hay una pizzería que vende pizzas a tres euros si las tomas en el local, bebida aparte. No tenemos ganas de ponernos a cocinar, así que no lo dudamos y entramos. Nos sentamos al lado de la enorme cristalera y esperamos. Algunas parejas -pocas- están cenando en las mesas de al lado. Otras esperan su pedido para llevárselo a casa: si lo llevas tú, se mantiene la oferta de los tres euros. Corres el riesgo de que la pizza no llegue demasiado caliente a casa, pero te ahorras el precio de las bebidas: no es mala opción teniendo en cuenta que por dos Coca-Colas hemos pagado más que por una pizza mediana. Miramos hacia la calle, por donde pasa alguna gente de retirada, los repartidores llegan y se van en sus motos con los nuevos pedidos de pizzas y algunas personas se bajan de un taxi y entran en el ambulatorio que está situado un poco más arriba de la pizzería. Una mujer mayor, bien peinado su pelo completamente blanco, con un abrigo nuevo, que camina con lentitud y se apoya en el brazo de la que suponemos es su hija. Lleva un broche en su abrigo muy parecido a uno que tenía mi abuela, con piedrecitas de colores. Entran en el ambulatorio. Su historia se pierde por esos pasillos que conocemos bien en busca del médico de urgencias. Llega la chica con las pizzas y las coloca con una sonrisa sobre la mesa. Es alta, de generosos pechos, guapa, parece cansada pero, pese a ello, nos dedica esa sonrisa que agradecemos. Cenamos en silencio. Estamos cansados. No es un cansancio físico, es otra cosa. Tenemos el cansancio propio del que intenta hacer muchas cosas y no las termina de consiguir. Algo así. Supongo que mucha gente está en una situación parecida en estos difíciles momentos. Lo importante es que al día siguiente no decaiga el ánimo. El telón se levanta de nuevo y hay que salir a escena, sea como sea, con una sonrisa (como la de la camarera, pese al cansancio) si es posible. No hay opción para otra cosa. Por mucho que se empeñe este gobierno en lo contrario con sus absurdos planteamientos de trabajos sociales no remunerados para los parados, entre otras lindezas similares. Un retroceso constante detrás de otro el que están haciendo y todos nos quedamos tan panchos. Pero no queremos centrarnos en eso ahora, queremos comernos los trozos de la pizza (bastante rica, por cierto) y pensar que si alguien estuviese retratando desde fuera este local en el que nos encontramos podría captar la soledad o la desolación de algunos de los cuadros de Hopper aunque él no lo fuera, Hopper, ni esta ciudad fuera Nueva York. Hay algo, no obstante, que identifica el paisaje urbano, el vacío o la desolación de un instante y que va más allá de cualquier frontera, de cualquier lugar del mundo. Y nosotros, ahora, mientras cenamos, estamos atrapados en él.
No conozco mejor manera de vivir, aún desde la adversidad, que seguir viviendo, y no darse por vencido porque eso es lo que ellos quieren.
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