Era una soleada mañana de mayo. Una de esas mañanas de belleza abrumadora que, por varias razones, tan difíciles son de olvidar. Una de esas mañanas a las que te agarras con fuerza cuando el viaje se vuelve inhóspito y todas las expectativas están teñidas de negro. Acabábamos de casarnos. Y allí estábamos, en Nueva York, delante de la casa del genial escritor. Veo la foto del periódico que ilustra la noticia de la venta de su casa y me acuerdo de todo eso. Aún puedo sentir aquella magia, aquel silencio. Las teclas de la máquina del escritor -si escuchabas bien- resonando en el aire sosegado de aquella mañana luminosa. Escribiendo en la planta baja de la casa alguna de sus obras maestras, disfrutando con ello o batiéndose con alguno de sus fantasmas o consigo mismo, leves variaciones de una idéntica historia. Holly Golightly, el pequeño Truman y aquella pintoresca tía tan querida por él y que ocupa numerosas páginas de gran literatura, o aquellos míticos asesinos que convirtieron al escritor en una celebridad mundial. No hacía falta echar a volar demasiado la imaginación. Sólo tenías que sentirlo. Íñigo me hizo varias fotos en aquellas escaleras, en los alrededores de la casa. El sol calentaba las pieles y una suave brisa mecía las hojas de los árboles. Es una curiosa y vertiginosa sensación recordar momentos del pasado, esos instantes en los que, a diferencia de ahora mismo, del tiempo en que los recordamos, no sabíamos lo que vendría después. Y mientras hacía aquellas fotografías, recordaba a aquel joven que fui comprando en alguno de los saldos de Simago aquel ejemplar de "Música para camaleones" (el primer libro de Capote que leí) publicado por la editorial Bruguera. Es un ejemplar de 1984, una segunda edición, que conservo -muy manoseado, claro- como oro en paño en mi biblioteca. Con lo cual, supongo que yo tendría unos trece o catorce años cuando me hice con él. Nunca había oído hablar de aquel escritor, pero la fotografía de la contraportada me fascinó de inmediato. Es la de un ya maduro Truman, hinchado por el alcohol y las pastillas (como después lo vería en muchas otras fotografías e intervenciones televisivas), con los ojos vidriosos, un sombrero en la cabeza y un grueso anillo en uno de sus pequeños dedos. Recuerdo que cogí el libro de uno de aquellos cajones en los que colocaban los saldos en el mencionado establecimiento y me puse a leer: "Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos". Me identifiqué al instante. Aquel niño, menos en lo de los dibujos (que nunca me ha gustado ni he sabido hacerlos), era yo. Quién se iba a imaginar que muchos años más tarde yo me iba a encontrar allí, en Brooklyn, delante de aquella mítica casa amarilla. Ah, las vueltas de la vida... Pero no era un sueño, no estaba en mi imaginación. Se trataba de algo tan real como el sonido de las teclas que aquella mañana de mayo podía sentir en el aire de aquella calle tranquila, apenas transitada. Han pasado casi dos años. Y sin embargo, esta mañana, al leer la noticia de su venta y ver la foto de la casa en el periódico, las escaleras donde Íñigo me hizo numerosas fotografías, puedo volver a sentirlas. No hace falte que cierre los ojos. El sonido está ahí, permanente.
Precioso relato Ovidio. He cerrado los ojos y me he visto en las escaleras y escuchando las teclas de la máquina de Capote.
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