Era una mujer menuda, bajita, con el pelo muy corto y canoso, y una cara y un cuerpo extraños. Como si alguna enfermedad rara le hubiese deformado de algún modo algunas partes de su anatomía. Tenía una voz chillona, desagradable. Un tono demasiado alto. Estaba a mi lado, en el estanco, esperando la larga cola. Con una mano sostenía el móvil por el que estaba hablando y en la otra, muy cerrada, escondía algunas monedas. Podían verse a través de los dedos los destellos dorados de varias monedas de diez céntimos, el destello anaranjado de las monedas de uno y dos céntimos. Sólo hablaba con monosílabos -sí, no-, como si le diese un poco de vergüenza explayarse cómodamente delante de toda aquella gente que, silenciosa, aguárdabamos nuestro turno. Aunque habían bajado considerablemente las temperaturas, el sol entraba por la cristalera y posaba sus generosos rayos y su calor en la nuca de los que allí estábamos. La estanquera, con cara de pocos amigos, hacía un gesto cansino y repetitivo cada vez que un nuevo cliente se situaba delante de ella. Ni siquiera decía hola o adiós: ¿para qué? El convencimiento de que su negocio es de los pocos seguros en estos tiempos era casi absoluto. Y la amabilidad no está muy de moda, precisamente. Llegó mi turno, pero le cedí el paso a la mujer del móvil, que acababa de cortar la conversación que mantenía hasta entonces y de meter el teléfono en el bolso derecho de su abrigo, una o dos tallas por encima de lo necesario. Me sonrió con dulzura y, abriendo la palma de su mano, la que mantuvo cerrada hasta entonces, le preguntó a la estanquera con cara de pocos amigos que con setenta céntimos qué podía comprar. ¿Tabaco?, preguntó la otra sacando un tono de voz áspero y seco. Sí, murmuró la mujer, bajando mucho el tono, como si de pronto un ataque de vergüenza se hubiese apoderado de ella. Ningún tabaco, cortó en seco la estanquera mientras me miraba ya a mí, reclamando rapidez en mi pedido. Mientras me tendía el tabaco que le había pedido, la mujer del móvil se dio la vuelta y en medio de la gente que aguardaba a nuestras espaldas, abandonó el estanco. Nadie dijo nada más y todo siguió como hasta entonces. Salí de allí y vi a la mujer caminar unos pasos delante de mí. Su manera de andar era ágil, pese a los cortos pasos que sus pequeñas piernas le permitían dar. La luminosidad del día hacía más evidente lo raído de su abrigo rojo, la holgura de la talla por encima de lo necesario. De vez en cuando se llevaba la mano a los ojos, como si quisiese borrar de ellos una lágrima molesta e inesperada. Estuve a punto de acercarme a ella, ofrecerle un cigarrillo o dos de los que acababa de comprar, pero no me atreví a hacerlo. Me pareció, de pronto, algo inapropiado, fuera de lugar. Como si con mis palabras pudiese llegar a ofenderla o a atacar su dignidad. Y seguí caminando, buscando las gafas de sol en mi bolsa, tratando de no pensar demasiado en las cosas.
Muy emotivo, Ovidio.
ResponderEliminarMe emocione un montón al leerlo (ya sabes que aunque no te escriba, siempre intento leerte), y me quedé pensando en que lo "inapropiado y fuera de lugar" para nosotros, quizás hubiera sido un motivo de alegría para ella.
ResponderEliminarDesde que trabajo con mayores, me creo que todo lo que no hacemos, la vida no nos permite luego ni siquiera intentarlo, y desde luego creo que cuando se trata de un impulso del corazón lo único malo es el frenazo que podimos sufrir al encontrarnos una mala contestación, pero ... y si un cigarro hubiese conseguido una sonrisa y una lágrima de emoción.
Siempre me emocionas Ovidio, benditas noches de alcohol que hoy me llevan a buscar tus textos y a disfrutar de ellos.
Un abrazo para los dos.
Mery
Opino igual que Mery, el otro día cuando te leí no sabía como expresarlo, ella lo ha hecho por mi. Efectivamente creo que un cigarrillo compartido con esta mujer os hubiera hecho a ambos más felices, al margen de todos los sentimientos de frustración que corren por nuestros cuerpos ante este tipo de situaciones, que cada vez van a ser más y peores.
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