jueves, 19 de enero de 2012

Recuerdos del frío

Recuerdo el frío. Y las mañanas luminosas, de sol helado y cielo completamente azul y despejado, que venían después. Aquel niño siempre estaba solo: en el autobús que nos llevaba al colegio, en el patio, en el pupitre. Era algo más pequeño que yo. No sabíamos con certeza lo que le sucedía, pero intuíamos que algo no andaba demasiado bien. Era extraño, huidizo, solitario. Algunos -los de siempre: los repetidores que se erigían en capitanes de la banda y los que acataban las directrices que ellos imponían- se metían con él. Era un blanco perfecto para ellos. Los curas y los profesores de aquel colegio miraban hacia otro lado. Como hacían habitualmente cuando los niños se salían de la norma que a ellos les interesaba. No se buscaban problemas: se embolsaban el dinero que nuestros padres les ingresaban puntualmente todos los meses y apartaban la mirada con total descaro hacia otro lado, como si tal cosa. Esa era la única regla que ejercían con absoluta disciplina. A todas luces, se veía que aquel niño necesitaba otros cuidados, otras atenciones. Lo fácil era marginarlo y consentir la marginación que los otros jóvenes ejercían sobre él. Como consentían esa marginación con los homosexuales, los gorditos, los que llevaban gruesas gafas, tenían la cara llena de granos o procedían de familias humildes. (La marginación con los homosexuales era su predilecta: por parte de los matones de la clase y de los curas y profesores, incluso de los profesores que no lo eran y que ejercían como tal hasta que la ley se les echó encima). No exagero nada. Y es algo que ocurrió hace casi treinta años, no cien. Ah, los que dicen que las cosas no han cambiado desde entonces en este país. Por un momento, les devolvía a aquellas aulas, a aquel patio, a aquellos autobuses que nos llevaban cada día al infierno. Y sabrían lo que era bueno. Pienso en todo esto después de encontrarme por la calle con la madre de aquel niño. Ni mi madre, que va cogida de mi brazo, ni yo mencionamos el tema de la muerte del muchacho, ocurrida hace algún tiempo. Una auténtica e inesperada desgracia: el joven mezcló alcohol con las pastillas del tratamiento que tomaba y la historia se acabó. No hace falta: ella nos lo cuenta. Dice que ocupa el día en muchas cosas: en lo que sea: el caso es llenar las horas, los momentos que te llevan al amodorramiento, a la tristeza más absoluta. Las mujeres, continúa, podemos con todo. O lo intentamos. Comprendemos hasta donde somos capaces -¿quién no conoce los abismos de este mundo?-, pero tanto mi madre como yo sabemos que es imposible conocer lo que sienten esas personas que han perdido a uno de sus hijos. Lo que siente esa mujer, aún joven y con la sombra de quien ha sufrido mucho bien marcada en el rostro, la madre de aquel niño solitario. Mi marido, dice, no lo ha superado. Ya lo sabíamos: no hace falta más que verlo. La tristeza agarrada a su rostro, a sus gestos, a su manera de caminar por la calle o de saludarte, como una segunda y perversa piel. La vida, la vida... El recuerdo de aquel frío regresa por un momento y me impide hablar y caminar, como si ese frío, como una cruel parálisis, estuviese ahí, siempre al acecho.

2 comentarios:

  1. Sería un buen guión para una película, que pena que sea el guión de muchas vidas. Yo tuve mucha suerte y fui muy feliz en el cole, aunque también era un poco diferente, quizás aquellas monjas estaban poseidas por el espíritu de la transición y luchaban por integrar a todas. Sin embargo, a veces me sorprendo a mi misma pensando en compañeras que sin duda sufrieron aquella época, gente extremadamente tímida, encerrada en sí mismas y en sus mundos... no sé eramos tan niñas, ¿qué pasa por la cabeza de un niño realmente? ¿qué pasa en nuestras vidas para que la percepción de nuestra infancia sea de una forma u otra? Años más tarde en la Facultad conocí a un chico raro, raro, raro. Este chaval se suicido y siempre, siempre, siempre me quedará la duda de si nosotras (mis amigas y yo) hicimos algo (siquiera algo) para ayudarle a ver la vida de otra forma. Es la vida. Ovidio, hoy no hace tanto frío.

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  2. Después de muchas gestiones, de haber estado toda la mañana casi de una punta a la otra de la capital, regreso a casa con el frío metido en los huesos. Enciendo el ordenador y me encuentro con este relato que me hace meditar. Bien escrito Ovidio. Ningún padre debería enterrar a un hijo.
    Besos

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