Es un tópico, pero es cierto: las Navidades, cuando hay niños por medio, son diferentes. Sobre todo, el Día de Reyes. Ningún adulto, por mucho que lo intente y toda la emoción que ponga, consigue recuperar esa inocencia que es patrimonio exclusivo que aquel tiempo, el de la infancia, ya más o menos lejano. Todo empieza la noche anterior, ¿quién no lo recuerda?, colocando algo de comida y de bebida cerca de la ventana para que los Reyes, al entrar con los regalos, se repongan de tanto esfuerzo, de su largo viaje. ¿Dejaremos un poco más? ¿Y para los camellos? ¿Qué comen los camellos? ¿Lo verán bien ahí? Lo recuerdo claramente, en la cocina de la casa de mis padres, bajo la mirada cómplice de ambos. Y luego, aquel nerviosismo en el estómago: ¿podré dormirme nada más acostarme? ¿Nos dejarán todo lo que les hemos pedido? Hale, a la cama, decían mis padres. Me daban un beso de buenas noches y sí, me dormía, en contra de la costumbre, enseguida pensando en aquel mágico momento en el que los tres Reyes dejarían sobre la mesa de la cocina los regalos que, semanas atrás, les había pedido en aquella larga carta donde, además de las correspondientes peticiones, les contaba algunas cosas y les decía que bueno, sí, era un poco travieso, pero que tampoco era muy malo. (Esa frase: "este niño es muy travieso pero no es malo", se la había oído decir a mi abuela, a mi tía o a alguna de las mujeres de la familia, y desde entonces la repetía siempre cuando hacía alguna trastada, por insignificante que fuese, a modo de disculpa: No soy malo, soy travieso, puntualizaba cuando alguien me decía que no había que ser malo). Y a la mañana siguiente, bien temprano, ahí estaba todo. Los platos y las copas que les habíamos dejado estaban vacías, y los regalos, todos (y alguno más: los regalos prácticos: ropa, zapatos, colonia, paraguas, libros para el cole, etc), estaban dispersos a lo largo de aquella gran mesa. Cada uno tenía su nombre en una tarjetita (labor de mi padre, seguro, con su paciencia y habilidad para esas cosas). Cuando descubrí la verdad (como casi todos, a través de un avispado compañero del colegio), con seis o siete años, mi madre me dijo que debía de guardar muy bien el secreto, que mi hermana, cinco años menor que yo, no debía de enterarse aún. Y así lo hice. Porque era un niño travieso, muy travieso, pero de palabra. Ya tenía dos secretos que los adultos me habían pedido que no relatase: que la abuela Luisa era la segunda mujer de mi abuelo y no la verdadera madre de mi padre, y que los Reyes no venían de Oriente subidos en aquellos enormes y algo cansados camellos. Era divertido ver cómo mi hermana se maravillaba con los preparativos que precedían a la llegada de los Reyes y emocionante ver sus ojos brillantes antes de acostarse pensando en su llegada con todos los regalos, después de habernos pasado la tarde viendo la cabalgata: siempre llegábamos a casa con caramelos en las manos que lanzaban los Reyes desde sus carrozas y serpentinas de colores en el pelo. Toda esa emoción regresó a mi memoria este año, el primero en mucho tiempo que pasé al lado de unos niños, cuatro, los sobrinos de Íñigo. La misma emoción, el mismo nerviosismo, la misma intranquilidad, el mismo brillo en los ojos. Hay cosas que son comunes a los humanos de todas las generaciones. ¿Ya habrán llegado? ¿Nos lo habrán traído todo? Abuelo, ¿podemos entrar ya en el salón? ¿Y esto qué es, abuela? Un espectáculo en sí mismo. Una algarabía. Un regalo. El de disfrutar de esa inocencia (me temo que ya no queda demasiado para que se termine en el caso de estos cuatro niños: supongo que el mayor se enterara y se lo dirá a los otros mayores, con un poco de suerte el más pequeño seguirá disfrutando un ratito más de esta entrañable mentira) que nos permite recordar la nuestra, la de aquel tiempo que, de pronto, de un modo también casi mágico, viendo la luminosidad de esos ojos y esas risas alborotadas y nerviosas, no parece tan lejano. Aunque lo sea.
Yo también he tenido la suerte de disfrutar hasta no hace mucho del día de Reyes, en mi caso con niña, y sí es cierto que son especiales, sobre todo cuando te hacen partícipe con tanto asombro de todos esos paquetes que tú has ido colocando cuidadosamente debajo del árbol y debes mostrarte tan sorprendida como ellos o más incluso. Una vez solos, me sigo afanando en colocar cuidadosamente los regalos y en seguir manteniendo esa ilusión, la de volver a ser niños, por un día; nunca será lo mismo, es cierto, pero si vamos perdiendo estas pequeñas cosas, qué nos queda...
ResponderEliminarHace mucho que no leía algo escrito con tanta generosidad sobre la infancia, desde "Esos locos bajitos", canción que escribiera el maestro Serrat, arrancando de una frase que con absoluta seriedad y sorna soltaba otro gran maestro: Gila. Tu publicación de hoy, Ovidio, me ha recordado a esas otras noches donde yo, en pleno barrio de Lavapiés, algunos cinco de enero, me acostaba con los nervios intranquilos entre las sábanas, esperando la llegada de los de Oriente. Ojalá pudiéramos trasladar esa misma inocencia a nuestras vidas actuales y hacer que la magia vuelva a inundar nuestras noches de insomnio.
ResponderEliminarBeso, amigo.
Ovidio, un regalo de Reyes fue tu entrevista ayer en El Comercio. Fantástica, enganchante (si existiera esa palabra), impresionante.
ResponderEliminarY la foto también por supuesto