Hace algún tiempo, en esta ciudad, aunque ahora nos pueda parecer increíble, los jueves eran días de importante vida nocturna. Uno salía por la tarde y no regresaba casi hasta el amanecer del día siguiente, viernes, jornada de cine por la tarde y de regreso a la nocturnidad si correspondía, que casi siempre correspondía. Cosas de la juventud. Teníamos ganas, ilusión, proyectos, risas y cuatro duros en el bolsillo, que son más de los que tenemos hoy mismo, ay. Araceli era mi cómplice en aquellas aventuras nocturnas de los jueves. La única que, como yo, nunca quería irse para casa. Si se sale, se sale, decíamos, y lo demás son pamplinas. Apuntaban las lenguas más viperinas (esas que nunca faltan en una buena ciudad de provincias) de una de las muchas conocidas que nos encontrábamos por ahí, que esas noches, las de los jueves, aquella mujer alta, fuerte, excesiva y muy noctámbula, se bebía el Nilo. Nosotros no quedábamos muy atrás. Y tan frescos, que para eso éramos jóvenes y teníamos todas las ganas. Al principio, alrededor de la botella de vino, nos gustaba filosofar de esto y de lo otro. No había secretos. Hablábamos de literatura (Araceli siempre fue una de mis lectoras más fieles), de amor, de los amantes que teníamos y de los que nos gustaría tener. A por ellos íbamos algunos jueves, pero antes, cuidado, estaba la charla, la complicidad, el baile. Nada de eso se perdonaba. Faltaría más. En un tugurio o en otro, en una discoteca o en otra, en un ambiente o en otro, allí estábamos: dándolo todo. Ella bailaba muy bien (sigue haciéndolo); yo, no voy a engañar a nadie, no. Qué importaba. La diversión era lo que contaba. Y la amistad. Y las risas, ya digo. Pocas risas comparables a las que pasamos con su bolso: un bolso de ante de varios colores, muy poco visto por entonces, precioso, carísimo. A Araceli le gustaban mucho los bolsos (creo recordar que ése se lo había traído su primo de Londres, no estoy seguro) y tenía unos cuantos, pero aquél, el de ante, era el que siempre sacaba por la noche. Mi favorito. Aquel bolso recorrió todas las barras de la ciudad. No hubo sidrería (aunque parezca mentira, en aquel tiempo apenas había vinaterías y los amantes del vino, si queríamos cambiar de sitio, teníamos que beberlo en las sidrerías, cosa que, como es lógico, no nos gustaba nada: aún recuerdo la cara de perplejidad que ponían algunos camareros cuando les decía que me sirviesen el vino en una copa y no en un vasazo de sidra) en Oviedo que no conociese aquel bolso. Araceli, tan cuidadosa como es para todo, llegaba, se acodaba en la barra y tiraba aquel bolso en cualquier esquina como si fuese el bolso más rastrero del mundo. A la hora de las copas (de La Santa a La Real o a cualquier antro donde pusieran salsa, dance o a María Jiménez), lo mismo. A mí me hacía mucha gracia aquel gesto. Y oye, el bolso resisitiendo. Un superviviente. Ni el olor de los bares, ni las manchas que pudieron caerle en aquel tiempo, ni las caídas al suelo: nada pudo con él. Ahí estaba, tan fresco, cada jueves, como la metáfora perfecta de nosotros mismos, preparado para los trajines nocturnos, que nunca eran pocos. Y así, un jueves tras otro. Los años y las circunstancias fueron engullendo aquellos días inolvidables. El otro día, aún en Navidades, celebramos el cumpleaños de Araceli y toda aquella magia seguía ahí, intacta. Ahora ya no somos dos: somos cuatro: ambos nos casamos. Pero todo, aunque no lo sea (ah, las heridas que nos fue haciendo el camino), parecía igual que entonces. El bolso que llevaba ya no era aquel de ante (¿qué habrá sido de él?), pero su gesto, el de tirarlo sobre la barras, seguía siendo el mismo. Y es que hay cosas que, como los hilos secretos de ciertas amistades, nunca cambian. Afortunadamente.
Entre risa y carcajada me vienen a la cabeza mis primera andanzas, bolso en ristre, y las fotos que certifican que la cosa viene de atrás. Tienes razón, siempre he sido un auténtico desastre, lo sigo siendo, para los bolsos, pero jamás me ha desaparecido ninguno, ni he tenido ningún tipo de percance, por curioso que parezca. Mis bolsos parecen estar dotados de vida propia para salir victoriosos de cualquier situación comprometida sin necesitar de mi ayuda, y eso me parece mágico. El bolso del que hablas está en el trastero, en perfecto estado de salud y sin huella ninguna de su ajetreada vida diurna y nocturna de entonces, y ahora que lo pienso mañana mismo lo volveré a sacar a escena, como en los viejos tiempos.
ResponderEliminarSobre el relato solamente decirte que es un honor, una vez más, ser la protagonista del mismo. Un beso
En tiempos de la movida madrileña, los antros de esta ciudad, estaban llenos: de alegría, de juerga, de proyectos, de complicidad. Llenos de gente cargada de proyectos, de copas compartidas, de conversaciones filosóficas. Aquí también comenzábamos los jueves. Lamentable que en la actualidad, esas risas no sean las mismas, lo que no ha cambiado en muchos de nosotros, es el sentido maravilloso de la amistad.
ResponderEliminarBesos para ti y para Araceli.