Duerme a mi lado. La almohada tapando parte de su cara. Duerme ahí, a mi lado, desde hace cinco años. Cada día, cuando me despierto, doy gracias de que así sea. Hace poco, hablando con una amiga, me decía que ella, cuando se despertaba, odiaba a todo el mundo, incluso a quien duerme a su lado (con todas las parejas le pasa lo mismo). Yo, no. Si me pasase eso, preferiría dormir solo. No es el caso. Casi nunca me levanto de mal humor, más bien al contrario. Luego, a lo largo del día, según la jornada, las cosas van cambiando. Las circunstancias obligan a ese cambio. Que te echen a la calle, por ejemplo, contribuye a que el buen humor vaya desapareciendo, qué queréis que os diga. Ese hombre que duerme ahí, a mi lado, acaba de quedarse sin trabajo, exactamente un año más tarde de que me ocurriese a mí lo mismo. Ya sé que no estamos solos en esto, que miles de parejas están en la misma situación en estos momentos, pero nosotros lo estamos viviendo ahora, en este preciso instante. Dos parados en la misma casa. Así son las cosas. Y lo peor de todo es que no se vislumbra la salida, el final del túnel, una luz -a lo lejos- por miserable que sea. La gente que está trabajando te deja bien claro que ahí, en sus lugares de trabajo, ya no necesitan a más personal, por si se te ocurre dejar el currículum, que lo dejas igual aunque sepas que su destino final sea una papelera. Los que alquilan los pisos sólo piensan en subir el alquiler, les da igual tu situación que la de los otros cinco millones de parados. Hablando de alquileres, hace poco más de un año, el dueño de la librería donde trabajaba optó inicialmente por ubicar el negocio en otro sitio más céntrico antes de tomar la decisión final (y terrible) de cerrarlo. Me dijo que mirase locales y así lo hice. Encontré uno ideal para una librería. La dueña pedía 1500 euros. Mi jefe dijo que no pagaba más de 1000, lo que -siendo honestos- me parecía más que justo para aquel local, acogedor y céntrico pero bastante pequeño. La mujer, erre que erre, que no lo bajaba, que ya bastante barato estaba, argumentaba con enfado, casi con indignación. Se cerró el negocio. Yo me fui a la calle y ahí sigo. Y el local, desde entonces, continúa cerrado. ¿Solidaridad? Qué hermosa palabra. La gente con pasta (y en Oviedo, como en todas partes, pese a la crisis, la sigue habiendo) es así: se puede permitir esos lujos, cualquier cosa antes de ceder en sus pretensiones. Apostaría lo que fuese a que la dichosa mujer va a misa todos los domingos y se tiene por estupenda persona y mejor cristiana. Y no perdería mi apuesta.
Ese hombre que duerme ahí, a mi lado, tendrá que llenar las horas del día de cosas, como llevo haciendo yo desde hace un año. Con muchas cosas. El trabajo es lo que te impone una rutina, un orden en medio de ese caos que supone vivir cada día. Cuando no lo tienes, debes agarrar con fuerza las riendas para no salir disparado hacia la deriva. Sin horarios, todo vale, y eso no puede ser. Francamente, no me extraña que la gente se dé a la bebida o a cosas peores. Ah, los paraísos artificiales. Pero no puede ser. Hay que establecer un orden, el orden de lo cotidiano, por mucho que cueste. Vaya que si cuesta. Y luego está la gente que te dice que te tienes que ir, que te tienes que ir, que te tienes que ir... Vale, nos tendremos que ir (supongo), pero no queremos escucharlo más, gracias. No es que esta ciudad sea la ciudad de mis sueños, ni mucho menos, pero aquí es donde viven mis padres y ese es motivo suficiente para no querer abandonarla, aunque tenga que llegar a hacerlo. Y cuando lo haga, si llega el caso, diré, como mi querida Elvira Lindo en su último y magnífico libro, "Lugares que no quiero compartir con nadie", que donde esté él, estará mi casa.
Ese hombre que duerme ahí, a mi lado, tendrá que llenar las horas del día de cosas, como llevo haciendo yo desde hace un año. Con muchas cosas. El trabajo es lo que te impone una rutina, un orden en medio de ese caos que supone vivir cada día. Cuando no lo tienes, debes agarrar con fuerza las riendas para no salir disparado hacia la deriva. Sin horarios, todo vale, y eso no puede ser. Francamente, no me extraña que la gente se dé a la bebida o a cosas peores. Ah, los paraísos artificiales. Pero no puede ser. Hay que establecer un orden, el orden de lo cotidiano, por mucho que cueste. Vaya que si cuesta. Y luego está la gente que te dice que te tienes que ir, que te tienes que ir, que te tienes que ir... Vale, nos tendremos que ir (supongo), pero no queremos escucharlo más, gracias. No es que esta ciudad sea la ciudad de mis sueños, ni mucho menos, pero aquí es donde viven mis padres y ese es motivo suficiente para no querer abandonarla, aunque tenga que llegar a hacerlo. Y cuando lo haga, si llega el caso, diré, como mi querida Elvira Lindo en su último y magnífico libro, "Lugares que no quiero compartir con nadie", que donde esté él, estará mi casa.
Ese hombre que duerme a tu lado, que va a ingresar las listas del paro en pocos días, que tendrá que reinventarse cada día, tiene algo grandioso: Al hombre que duerme a su lado.
ResponderEliminarA mí me parece maravilloso compartir cama con quien quieres y te quiere, incluso cuando se levanta recostar tu cabeza encima de su almohada y seguir sintiendo su calor; si no fuera así, al igual que tú, preferiría dormir sola. En cuanto a cómo están las cosas, y quizás pecando del optimismo que me caracteriza, sigo creyendo que "quien resiste, gana" y que a la vuelta de la esquina, cuando menos esperemos, podemos encontrar esa luz que de momento no aparece.
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