Estaba situado en el casco antiguo de la ciudad, enfrente del edificio de la universidad. Recuerdo sus tardes de gloria, en primavera, cuando el calor empezaba a hacerse notar y se colaba por los ventanales abiertos de la parte de arriba. Aquellos días, los de primavera, los cercanos al verano y los de septiembre, cuando el buen tiempo y la luminosidad de aquel cielo azulísimo aún imponían su fuerza, era difícil coger sitio, tampoco había allí demasiadas mesas. En verano, sí: era más fácil conseguir una mesa. Sobre todo, en agosto, cuando la gente se pasaba las tardes en la biblioteca preparando exámenes o tostándose en la playa o en las piscinas. Y allí estábamos, mi amiga María y yo, viviendo en los cafés, pasando la tarde en ellos, en aquel concretamente, hablando de todo, descubriendo sensaciones, haciendo planes, comentando lecturas y músicas y películas. Muchas de aquellas veces, veníamos del cine, primera sesión, del Principado o del Filarmónica, que eran lo que más cerca estaban, con ganas de sentarnos en aquellas sillas y tomar un café detrás de otro, de comentar la película, enlazarla con otras, hilvanar conversaciones, que era lo que mejor se nos daba en aquellos tiempos, los que duró nuestra amistad. Ese café, como tantos otros de esta ciudad, ya no está abierto. Ayer, lamentablemente, lo descubrí. En los últimos tiempos, la parte de arriba ya no estaba disponible al público o no sé si el público, aunque estuviese disponible, se sentaba ya allí, en aquellas sillas tapizadas en granate, confortables y un tanto pasadas de moda. La parte de abajo, sí: aún seguía funcionando y parecía, a la hora en que yo tomaba allí un café, recompensa tras las largas caminatas por la ciudad, que el final no iba a precipitarse tan velozmente, qué misterios se esconden siempre detrás de las apariencias. Me gustaba el bullicio de esos días, la gente tomando su desayuno en la barra, de modo apresurado, hojeando el periódico, comentando alguna noticia de la tele (siempre estaba encendida) con el que tenía al lado: gentes de la universidad, de los bancos u oficinas más cercanas. Me gustaba sentirme rodeado de mucha gente a esas horas, tras las silenciosos paseos, una hora u hora y media caminando sin parar, que, dadas las circunstancias, hay que mantener el nervio (y la barriga) a raya. Aún cuando estaba trabajando en la librería Trabe, tras la caminata (más breve que las actuales, claro), me tomaba allí un café, evitando caer en la tentación de uno de aquellos suculentos pinchos que exponían en la barra. Tenían de todo y todos tenían buena pinta: había que mirar para otro lado o para las tristes noticias de los periódicos para no coger uno, sólo uno, como el que no quiere la cosa. Alguna vez, lo reconozco, caí en la tentación. Y la disfruté con ese placer único con el que se disfrutan las cosas que sabes que no debes hacer. Ya no habrá más cafés ni tentaciones (al menos, de momento) en ese lugar. Papeles cubriendo los cristales y un cartel, ese maldito cartel: SE ALQUILA. La historia que se repite cada día, en un lugar u otro de la ciudad. Miseria, tristeza, desesperación. Son sensaciones que, en esos paseos, se mascan inevitablemente. Y la pregunta inevitable: ¿qué hacer? Ayer me tocó a mí, hoy a ti, mañana a aquel otro que parecía que nadie iba a mover de su confortable silla. No hay pamplinas que valgan. Pero no quiero terminar con mal sabor de boca, este mal sabor de boca casi perpetuo de los últimos tiempos. Lo hago, termino, con una de aquellas tardes luminosas, el estallido de la primavera en todo su esplendor, la piel despojada ya de la lana de abrigos y chaquetas, el ruido de la calle, la vida que pasaba al otro lado de aquellos enormes ventanales y también por el nuestro, por nuestro lado, conformando lo que, a día de hoy, somos.
Ayer pasé yo también por delante del JL (que creo que se llamaba así) ibamos paseando a última hora Mar, Lola y yo, decidimos al salir de casa de mi madre en Pumarín muy cerca de la Librería Trabe subir paseando por Oviedo, caminamos hasta el Campoamor, luego hasta la Universidad y al pasar por delante del JL comentamos lo mismo. Yo ya lo sabía porque lo había leido en La Nueva España hará dos o tres semanas cuando se anunció el cierre de la cafeteria San Remo (otro clásico de la ciudad) depués fuimos hasta el Ayuntamiento y nos acordamos del bar (también cerrado) que había justo enfrente con aquellas escaleras angostas y tan, tan empinadas. Al final decidimos ir a tomarnos un vino al Km 0, porque una vez allí arriba, teníamos que celebrar la decadencia de la ciudad y el fin de una época. No había nadie en los bares del Oviedo Antiguo, un jueves a las 22.00, no había nadie en la zona del Campillín, ni en la zona de Casa Pachu, francamente alucinadas caminando por la calle Cimadevilla, concluimos un poco más alegres que volverán los buenos tiempos... A veces, el vino ayuda a ver las cosas de otro color. No pierdo el optimismo, porque, total, va a venir la vida a ponernos en su sitio y ya tendremos tiempo de que nos llene la tristeza.
ResponderEliminarMe prodigo poco por el centro y no me había enterado, pero en mis viajes de vuelta a casa en el 7 puedo ver cada día la desolación que deja tras de sí tanto negocio cerrado y con él tantas ilusiones perdidas. Mi último recuerdo del lugar que describes es de una mañana de sábado, tras una larga noche de aquellas de entonces, y a Iván bajando esas escaleras que daban al piso de arriba del que hablas, cual la mismísima Tina Turner en uno de sus conciertos. Creo que ninguno nos podíamos imaginar que llegaran estos tiempos tan difíciles, pero quiero pensar que se trata solamente de un mal sueño y que pronto nos despertaremos con esa sensación de decir, uf, qué bien, parecía completamente real.
ResponderEliminarAl final de leer tu relato, siento la misma sensación de amargura que, cuando compruebo que han cerrado un nuevo cine. Las ciudades cambian a pasos de gigantes y nosotros asistimos impotentes a su desestructuración.
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