Es lunes y aún es muy temprano, y ahí ya está ella, Azucena Vence, en la radio, Onda Cero, contando las primeras noticias del día referentes al Principado. Más o menos lo de siempre en los últimos tiempos: falta de entendimiento entre los partidos, recortes presupuestarios, manifestaciones en contra de esos recortes, amenaza de lluvias, leve subida de las temperaturas... Es ella, Azucena Vence, la misma de siempre y no lo es. El pasado día once perdió a su abuela, una especie de segunda madre para ella. Cuando uno pierde a alguien así, tan importante en su vida, las cosas no vuelven nunca a ser las mismas, nos pongamos como nos pongamos. El tiempo aminorará este terrible dolor inicial, hará que las emociones se vayan colocando poco a poco en su sitio, pero nada volverá a ser igual. Los golpes que va dando la vida y las heridas que sólo ese tiempo conseguirá cicatrizar: la vieja y certera historia de siempre, los ciclos que se repiten. Azucena sabe que su abuela vivirá en su memoria mientras, cada día, en un momento u otro de la jornada, por luminosa o agotadora que haya sido, ella la recuerde. Pronto hará veintitrés años que murió mi abuela Virginia, la madre de mi madre, y no hay un solo día que no piense en ella. Está viva dentro de nosotros, los que la recordamos, aunque su mano, como Azucena toca y cubre la de su abuela en esa hermosa foto que conserva y muestra en el perfil de su red social, ya no podamos tocarla, acariciarla, besarla. Nos quedan las veces que lo hicimos: que la tocamos, que la acariciamos, que la besamos. Y las veces que ellas hicieron lo propio con las nuestras. Y eso nos convierte en seres afortunados: no lo olvidemos. Aún recuerdo aquella mano, la de mi abuela, siempre fría a causa de su enfermedad de corazón, con las uñas perfectamente arregladas y pintadas y su olor a limpio, a colonia suave, a ese trocito de jabón que sirve para dibujar en la tela la línea por donde se debe cortar (era modista) y que ella siempre tenía a mano: encima de la mesa, en el bolsillo de su delantal, junto a la máquina de coser. Azucena ríe o se emociona -la voz siempre maravillosa, perfectamente modulada, en plena forma-, y en ambas situaciones demuestra parte de su grandeza: su naturalidad. La gente la quiere (la queremos) por eso: por su naturalidad, por su cercanía, por la palabra cariñosa y apropiada que tiene siempre para todo el mundo. Lo que yo considero una señora, tonterías fuera. En las presentaciones de mis libros, donde ella siempre es la encargada de leer alguno de mis textos, he podido comprobarlo. Días más tarde, los asistentes aún me llaman o me envían mensajes recordándome, aparte de lo bien que leyó mis escritos, lo encantadora y cariñosa que es. Cualidad de las grandes, independientemente de la profesión que ejerzan. Pero no quiero hoy recordarla triste y por eso pienso en aquella mañana, hace ya un par de años, cuando entró con su hijo pequeño en la librería donde yo aún trabajaba, Trabe. Su risa lo inundó todo. Su optimismo, su sentido del humor, su manera de ver el mundo. Esther y Samuel se levantaron de sus sillas, salieron de su cuarto de trabajo y vinieron hacia donde estábamos nosotros, en el centro de la librería. El niño, aún bebé, hermosote y risueño, reía como lo hacía su madre, jugaba con su sonajero, lo mordisqueaba, y lo observaba todo con atención, minuciosamente. Azucena ahí, aquella mañana, parecía feliz. De hecho, creo que lo era. Faltaban pocos días para que llegase de la imprenta "El extraño viaje", ese libro que tantas satisfacciones me está proporcionando, pero ella ya venía a buscarlo para ir leyendo el texto que yo dedicidiera que debía de leer en la presentación que tendría lugar días más tarde en la plaza de Trascorrales. El silencio absoluto se hizo cuando ella leyó ese texto que habla sobre el día de mi boda y el camino que hube de recorrer hasta llegar a él. Y el aplauso de toda aquella gente retumbó cuando terminó de leerlo. Duró bastante aquel aplauso, que ella, generosa como es, compartió conmigo. Estoy seguro de que hoy, Azucena, volverían a dártelos, aquellos encendidos aplausos, por ser como eres y como queremos que sigas siendo, pese a todo. Arriba, arriba, arriba... Que es donde tu abuela querría verte. Estoy seguro. O como dijo Dylan Thomas mucho mejor que yo: "No entres dócilmente en esa noche quieta./ Rabia, rabia contra la agonía de la luz". Rabiemos, rabiemos juntos, contra la agonía de la luz. No dejaremos que lo hagas sola.
No puedo dejar de compartir algo personal:
ResponderEliminarMi abuelo Fortun es mi figura masculina referente, no porque yo no tenga padre, ni porque no haya tenido otro abuelo, ni tíos (muchos), e incluso un bisabuelo que conocí (Vicente, el padre de Fortun)... Mi abuelo Fortun es mi figura masculina referente porque sí, porque así lo decidí yo con mi admiración desde pequeño y él con su entrega consintió que así fuera.
Tiene 90 años. El día del libro, 23 de abril, podría cumplir 91... o no. En el mes de octubre pasado, hace escasos 3 meses, "cerró la persiana" de su huerta en el pueblo riojano donde hasta ahora ha vivido, sacando él a mano y sólo con la ayuda de su azada las últimas berzas. Decía que: "es que me tiran ya un poco las piernas"...
Vino a pasar las Navidades como todos los años a Euskadi, este año un poco antes, porque ya no había huerta que cuidar y por las ganas que tenía de vernos a todos... pero sobre todo a Oier, el bisnieto que mi prima Nerea le ha dado.
El pasado 13 de enero tuvimos que ingresarle porque estaba muy malito, físicamente muy jodido. Sigue ingresado. Todos (él el primero) intuímos que esto se acaba. Pero él está aguantando con dignidad suprema hasta poder estar con todos, hablar con todos. Está siendo duro... pero a la vez, tremendamente gratificante, poder hablar, poder decirnos cosas preciosas, poder despedirnos sentando las bases para estar siempre juntos.
¡Me ha emocionado sobremanera tu artículo, Ovidio! No sé quién es Azucena, entiendo que una buena periodista de Asturias, de esos bastiones que tenemos en cada rincón... además de una buena tía que se implica en actos tan maravillosos como presentar tus libros.
Me siento terriblemente cerca de ella y de su abuela, cerca de ti y de la tuya... y sobre todo, muy cerca de mi abuelo Fortun.
De corazón: ¡gracias!
Según voy leyéndote comprendo que la gente te quiera, te siga, persiga tus textos y se preste con naturalidad a leerlos en público y también en provado, como hacemos muchos. Según te leía hoy, iba poniéndome (con permiso de ambos) en la piel de Azucena, y, como seguro le habrá pasado a ella, he sentido una emoción desbordada. Que alguién escriba de una persona con el cariño y la admiración que tú lo haces, demuestra dos cosas: Qué tú eres grande en toda la expresión de la palabra y que el protagonista al que dedicas el escrito es alguien íntegro, accesible y, como dijo Machado: "en el buen sentido de la palabra, bueno."
ResponderEliminarMi querido Ovidio, te leí esta mañana, pero no me salían las palabras, no sabía que escribir. Ahora sin pensar mucho en lo personal, en la pérdida, las pérdidas que, cosas de la vida, vamos sufriendo con el paso del tiempo, quiero decirte que si hay una palabra que te defina creo que sería "generoso" y con esa generosidad que te caracteriza vas regalando a la gente que quieres y que te quiere estos textos tan, tan maravillosos... ya te escribí una vez que me daban envidia (sana) las protagonistas de tus relatos, bueno pues te lo vuelvo a decir.
ResponderEliminarY respecto a Azucena la escuche por primera vez el día de la presentación de "Ventanas compartidas" y sin duda, es un lujo tener esa voz y compartirla leyendo en voz alta.