Estoy esperando a Íñigo, a última hora de la tarde, tomando un poleo en un pequeño café del centro. Es un café luminoso, con un gran ventanal desde el que se puede ver a la gente pasar. Estoy sentado ahí, justo al lado del ventanal. Enfrente, hay un gimnasio. Antes, donde ahora está el gimnasio, había uno de esos maravillosos cines antiguos donde tantas tardes de mi juventud pasé. Conserva el mismo nombre. Es viernes y a esa hora, cerca de las ocho, mucha gente ya está disfrutando del fin de semana, bebiendo un vino o una cerveza en los bares de los alrededores, fumando sus cigarrillos en las calles, charlando animadamente. El buen tiempo de estos días invita a todo ello. Qué ganas tenemos de que llegue la primavera, los primeros calores: de despojarnos de los paraguas, las botas y las pesadas ropas de abrigo. Otra gente, en cambio, con corbata o uniforme aún de trabajo y una mochila al hombro, entra en el gimnasio. Hay un movimiento constante. Muchas mujeres, vestidas con trajes de chaqueta ajustados y esos altísimos tacones que están tan de moda últimamente, con un maletín en una mano y la mochila en la otra, entran también. Unas y otros se saludan con esa amabilidad y prudente distancia con la que saludamos a nuestros vecinos en el portal. Algunas personas ya entran con la ropa deportiva puesta. Todas lo hacen con una gran sonrisa, con entusiasmo, casi con felicidad en sus rostros. Siempre me ha dado mucha envidia eso: la predisposición y el entusiasmo para acudir a un gimnasio. Lo cierto es que nunca los encontré, qué le vamos a hacer. Quizá el origen de esa falta de interés por el ejercicio físico (si exceptuamos las largas caminatas) provenga de aquellas espantosas clases de gimnasia, donde toda la crueldad del profesor y de algunos alumnos se evidenciaba cruelmente en los más torpes, en los más débiles. Aún recuerdo las risas de los más mayores, los repetidores y los gallitos de la clase, ante la impotencia que mostrábamos algunos para saltar el potro. Qué torturas más absurdas para unos críos de diez o doce años. Así estaba entonces, muy a principios de los 80, la educación en algunos colegios de curas de este país. Pero no era de esto de lo que quería hablar hoy. Sino de esas otras mujeres que también entran en el gimnasio la tarde del viernes. Algunas son grandes lectoras y venían a la pequeña librería en la que entonces trabajaba para que les recomendase novedades literarias. Son mujeres que ya han pasado los 60 años. Con sus arrugas, sus pelos de peluquería (los viernes, aparte del ejercicio, sigue siendo el día de la peluquería) y sus kilos de más, entran ruidosamente en el gimnasio. Ríen, cuchichean, señalan para alguno de los bares donde, a la salida, tomarán una cerveza o un refresco, acaso una tapita de jamón o una ración de croquetas. Acuden a clases de baile y están entusiasmadas con ello. Hablan de este tipo de baile y de aquel otro. No sé quién, en la tele, dicen, lo baila estupendamente. Hay que poner el pie así, señalan, y de la otra manera. Es importante tener un buen compañero de baile, apuntan. No se cortan ni se amedrantan ante nada. Una señala lo bueno que está el profesor, la otra piensa que es gay. Son mujeres modernas, dinámicas, con la mente abierta y ganas de hacer cosas, muchas cosas, de disfrutar de la vida. Ahora, toca eso: disfrutar de las clases de baile. Y así lo hacen, entusiasmadas. Mi madre está ahí, en ese grupo de baile de los viernes. Le sienta estupendamente: agiliza sus movimientos y desentumece sus huesos. La saludo con la mano desde el pequeño café. Me devuelve el saludo con una sonrisa y, entrando ya en el gimnasio, les cuenta a sus compañeras que soy su hijo y que estoy esperando a que mi marido salga de trabajar para irnos a cenar.
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