La veo en una revista, mientras tomo un café después de hora y media de caminata (el café, ya prohibido por el médico, ay, la pequeña recompensa, qué demonios, aunque sea descafeinado). Una boina de color gris no oculta ese pedazo de pelo canoso, un poco a la manera de Susan Sontag pero en otro estilo, otra onda, el resto de la melena negra, enredada hoy por la humedad de ese mar bravo que tiene a sus espaldas, ráfagas de viento que mueven los cabellos negros y blancos, las ropas informales, las hojas de los árboles, el olor de la tierra, las raíces de los montes, las instantáneas que la cámara logra atrapar. Tampoco oculta la boina las arrugas, esos surcos profundos que atraviesan su rostro, bellísimo rostro, como siempre, ya desde adolescente, desde que Buñuel la convirtió en mito, mito de los auténticos, que le dan una personalidad y una honradez que para sí quisieran muchas. Como la gran Geraldine Chaplin, dice que no piensa operarse. Después de haber dado vida a cientos de madres, cree que el cine español, como también lo cree Geraldine, entre otras muchas cosas, necesita abuelas. Muchas abuelas, con vida propia, con luz propia, con sexualidad propia, con años a sus espaldas y esperanzas e ilusiones a lo lejos. Con historias que contar para que los demás las escuchemos. Ángela Molina está ahí, cerca de los 60 años, exhibiendo con orgullo el camino que ha recorrido hasta aquí. Largo recorrido, sí. Y todo el esfuerzo que lleva consigo ese viaje. Muchas películas, muchos directores, mucho trabajo. Sus admiradores se lo agradecemos. Como le agradecemos que apueste también, como hacen las grandes de verdad (me vienen a la cabeza Catherine Deneuve, Carmen Maura...), por los nuevos talentos. Ahí está su último trabajo. Estremecedora interpretación. Siento decirlo, pero no hay relevo para estas mujeres. Es triste. Es así. Qué le vamos a hacer. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Siempre nos quedará aquel primer deslumbramiento, en la revista Fotogramas o en sus primeras películas, todos los demás posteriores. Y este deslumbramiento de ahora mismo, al verla en una revista, una mañana cualquiera, tomando un café prohibido, maldita sea, aunque sea descafeinado, como quien ve a una mujer de otra época, no sé de qué dorada época, quizá una de esas que, como tantas otras cosas, ya se va quedando atrás, muy atrás. Pero siempre nos quedará la memoria, ¿verdad? Hasta que deje de hacerlo.
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