El hombre -mes arriba, mes abajo- tendría unos cincuenta años. Alto, fornido, bien parecido, muy masculino. Estaba en una esquina de la sala de lectura de la biblioteca pública, hojeando las revistas del corazón. No lo hacía con la misma soltura con la que hubiese estado leyendo los periódicos, por ejemplo, sino intentando que nadie lo viese, bajando un poco la cabeza, cubriéndose con el grueso anorak, calándose la gorra bastante más de lo necesario. Cogí un ejemplar y me puse cerca de él para observarle. Una afligida Bárbara Rey, desde mi revista, acudía al funeral de una ex cuñada, pero eso no era lo que me interesaba. Lo que me interesaba era contemplar cómo aquel hombre disfrutaba de todos aquellos cotilleos (su cara así lo reflejaba) y el pudor que parecía sentir al hacerlo cuando levantaba la vista de los papeles. Algo así como que aquello, leer ese tipo de revistas, no era cosa de hombres. Al menos de un hombre como él. Eso parecía pensar. Estaba claro. Así estamos aún.
Esta anécdota me hizo recordar la de otro hombre, similar en físico y edad a ese que leía la otra mañana las revistas del corazón. Éramos amigos. Al menos, yo así lo pensaba. Tenía un puesto importante en una empresa de renombre. Venía todas las mañanas a la librería en la que yo entonces trabajaba. Hablábamos de esto y de lo otro, de todos los temas que van surgiendo cuando uno empieza a hablar de literatura, que son casi todos. Así pasaron varios años. Meses atrás, semanas antes de casarme, le llamé y le invité a mi boda. Me apetecía que estuviese allí. Estarían personas a las que me unían sentimientos y buenos momentos compartidos. Pareció alegrarse de la invitación, como si ya se la esperase. Dos días más tarde, aparece por esa otra librería que acaba de cerrar para decirme que no podía ir a esa boda. Homofobia pura y dura, claro. Gente que vive más pendiente del qué dirán que de los verdaderos sentimientos de afecto que pueden unirte con otra persona. Y esta gente es aún más peligrosa que la que no oculta su intolerancia. Las puñaladas de los intransigentes ya te las esperas. Las de de estos otros, no. Así estamos aún, sí. Pagando las consecuencias de aquellos cuarenta años de dictadura. Y con el señor Rajoy, a la vuelta de la esquina, recurriendo la ley del matrimonio gay. Qué país.
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