martes, 8 de febrero de 2011

Los ojos de Francesca

Francesca es -como saben bien todos mis lectores- una gata de raza persa, con mucho pelo de color canela claro, ojos marrones, grandes y expresivos, y un carácter extremadamente dócil, cariñoso, zalamero. Una gata-perro, como dice mi amigo, el poeta José Luis Piquero, que también tuvo una, Lana, de similar carácter. Cuando era pequeña, Francesca venía detrás de nosotros a todas horas, enredándose en nuestras piernas, reclamando mimos y atenciones constantes. El año pasado, cuando nos fuimos dos semanas de viaje a Estados Unidos, se pasó tres días a la puerta del apartamento, sin comer ni beber, esperando que fuésemos nosotros los que entrásemos de un momento a otro. Ahora que ya es un poco más mayor (en mayo cumplirá dos años), sigue siendo muy cariñosa, pero, como ya se acostumbró a pasar muchas horas al días sola, anda más a su aire. Le gusta que estemos en casa, trajinar por aquí y por allá, oír nuestras voces, las de la radio o la televisión, sentirse acompañada. Sabe, en todo momento, por nuestros movimientos, lo que vamos a hacer, el estado de ánimo en el que nos encontramos, si vamos a cenar en casa o fuera, si vamos a recibir invitados o no: hasta ahí puede llegar su intuición, por exagerado que parezca. Reclama su ración de caricias diaria, sobre todo por las mañanas, cuando yo me levanto y me siento, con la taza de café caliente en la mano, frente al ordenador. Entonces, con paso lento y cara soñolienta, se acerca a la mesa, pone sus patas delanteras sobre mi pierna derecha, y empieza a maullar. La pongo sobre mi regazo, la acaricio, echa una rápida ojeada a lo que estoy escribiendo, y se va, se tumba en el sillón orejero, vigilando cada uno de mis movimientos. A veces, cuando me vuelvo y la observo, parece querer decir algo así como no te levantes hasta que termines el artículo o esa página del relato que estás escribiendo. Luego, ya jugaremos. Y después, cuando termino de escribir, jugamos. Le gusta correr de un lado a otro de la casa, y cuando dejo de hacerlo, es ella la que viene detrás de mí, me coge la pierna con sus dos patitas delanteras, como queriendo que el juego no acabe nunca. El juego termina cuando entro en la ducha y ella se queda justo delante, contemplando cómo las cortinas se mueven de un lado a otro, cómo mi cuerpo se mueve detrás de ellas, esperando que salga. Ya no le gusta, como antes, cuando era muy pequeña, meterse en el plato mojado de la ducha, chupar algunas gotas de agua, poner cara de susto al comprobar que esas gotas de agua estaban calientes. Antes, ya digo, era una de sus travesuras preferidas. Le fascinaba dejar sus huellas diminutas sobre la madera del suelo. Se volvía y las miraba, extrañada.
Estos días, desde que no trabajo y paso más horas en casa, Francesca nota algo raro. Iñigo se va, como siempre, puntual a sus horarios, y yo me quedo. ¿Qué pasa? Hay días en los que no pasa nada, absolutamente nada, sólo la dulce rutina, la tranquila monotonía, las horas que transcurren, sin embargo, hay otros en los que el peso forzosamente impuesto de no tener trabajo se vuelve excesivo, y ella se da cuenta enseguida. Abandona, entonces, cualquiera de sus actividades (dormitar o mirar a través de la ventana son dos de sus favoritas) y se pone a mi lado. Muchos días, si me tumbo desganado en el sofá o en la cama, libre de horarios, ella viene, se tumba a mi lado, con los ojos tristes, reflejo inequívoco de los míos, y así, silenciosos los dos, dejamos pasar las horas, sin pena ni gloria. No son ésos momentos para la lectura, la escritura, ni para la música, la radio, las tareas de la casa o cualquier conversación telefónica. Son momentos para el silencio. Francesca, como una amiga fiel, la más fiel, mucho más fiel que algunas de esas amistades tan atareadas que no comprenden el verdadero alcance del tormento en que puede llegar a convertirse el paro no deseado, me lame de cuando en cuando la mano, se da una vuelta por la cama o el sofá, y vuelve a instalarse aún más cerca de mi cuerpo, como un ovillo suave y peludo que desprendiese calor. Esa complicidad es la que veo en sus ojos, sí. Y de la que trato de hablar hoy aquí.

2 comentarios:

  1. Hacía mucho tiempo que no leía con la boca abierta.¿Es orfebrería literaria o literatura de orfebre lo que tu oficio te dicta? Maravilloso.

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