martes, 22 de febrero de 2011

23-F

Las dos mujeres están hablando en el descansillo de la escalera. La una, mi madre, tiene la televisión encendida al fondo, a un volumen más bajo del habitual, mientras su marido, mi padre, algo asustado, baja con cuidado de no hacer demasiado ruido las persianas de toda la casa. Antes, observa las calles: están oscuras y desiertas, los comercios cerrados antes de tiempo. La otra, nuestra vecina de puerta por entonces, está atemorizada con las noticias que acaba de escuchar por la radio: su marido, camionero, está de viaje por el sur y su único hijo, dos años menor que yo, en casa de los abuelos, a unos quince kilómetros de la ciudad, en el pueblo minero del que procede toda la familia. No sabe si coger el coche e ir a buscarlos. Mi padre le aconseja que espere, que no salga de casa de momento, a ver qué va pasando. Las dos mujeres hablan de lo que tienen en la nevera, en la despensa: hacen un rápido recuento. La comida, dicen, es lo primero que escasea en estos casos. Mi padre dice que entren en un piso o en otro, pero que no se queden ahí, en el descansillo. Las mujeres obedecen y entran en casa. Nuestra vecina, esa mujer a la que oímos discutir muy a menudo cuando su marido no está de viaje (incluso, a veces, lo hacen de un modo que asusta), parece nerviosa, frágil, fuma constantemente un Ducados detrás de otro. Mi madre prepara café descafeinado, pone unas cuantas magdalenas en un plato grande, algunas galletas. Después, los tres se sientan delante de la televisión y esperan. Tengo nueve años y no comprendo nada de lo que está pasando. Golpe de estado, militares, dictadura, tricornios, tenientes generales, volver a las andadas... Son palabras ajenas para un niño. Quizás no tenga que ir al colegio en los próximos días. Mi madre apunta algunos comentarios a este respecto. Suena varias veces el teléfono. Son los abuelos, los tíos, algunos amigos de mis padres, gente cercana, también nerviosa y preocupada. Todos están pendientes de lo mismo. La calma parece ser la consigna. Suena también el teléfono en casa de la vecina, pero a ella parece no importarle. Pide permiso a mis padres para llamar desde nuestra casa. Tiene miedo de volver, sola, a la suya. Habla por teléfono en un tono muy bajo, tiene los ojos vidriosos, la voz temblorosa, enciende un cigarrillo con el anterior. No estaba previsto que su marido llegase hasta tres días después. Voy de un lado a otro, feliz por esa posibilidad de no ir al colegio en los próximos días. Cojo el grueso Zipi y Zape que me trajeron los Reyes Magos y me pongo a leerlo sobre la alfombra: sus aventuras son mis favoritas. Cuando la vecina regresa al salón donde están mis padres, el Rey habla por televisión. Ese mensaje es recibido con júbilo por todos. Vuelve a sonar el teléfono. Sigo sin entender nada. Sólo una cosa me preocupa y me interesa, y así se lo pregunto a mi madre una y otra vez, levantando la vista del libro: No tengo que ir al colegio, ¿verdad?

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