Acababa de anochecer en Nueva York. Caminaba delante de nosotros por la calle 54. Tenía alrededor de sesenta años y un aire a la Sofia Loren de hoy en día. Vestía una especie de camisón de seda rosa y un chal de flecos bastante viejo. Calzaba unas bailarinas muy desgastadas, también de color rosa. Llevaba unas enormes gafas como las de la actriz italiana y un bolso minúsculo, demasiado para su altura. En la cabeza, una peluca de color ceniza. O uno de esos imponentes cardados que parecen pelucas. Caminaba despacio, a pasos muy lentos, como el que no tiene nada que hacer. ¿Hacia dónde se dirigía? Parecía hacerlo sin rumbo alguno. No miraba hacia las tiendas, ni hacia el cielo: sólo de frente, concentrada en algún punto que estaba más en su imaginación que en el mundo real. Fumaba uno de esos cigarrillos muy largos y muy estrechos. Cuando llegó a la altura de Studio 54, se detuvo -pensativa y melancólica- ante sus puertas, terminó allí su cigarrillo y siguió su camino. Ahí le perdimos la pista. ¿Qué pensaría ante las puertas de ese emblemático local, mítica discoteca de los 70, ahora convertida en un teatro? Quizá se pasase, en aquellos tiempos, la noche allí, bailando hasta el amanecer. Quizá fuese una de esas miles de personas con talento que no consiguió triunfar donde deseaba (en Broadway, probablemente). Quizá sólo se tratase de una admiradora más de tanta celebridad -Liza, Andy, Truman, Bianca...- como se agolpaba a sus puertas por entonces. Un personaje típicamente neoyorquino, sin duda. Esta tarde, quizá porque cada vez falta menos para que vuelva a Nueva York, me he acordado de ella, de aquella mujer, de sus pasos -casi etéreos- por la calle 54, aquel inolvidable mes de septiembre.
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