Acabo de situar mi mesa de trabajo al lado de la ventana, de tal manera que además de la pantalla del ordenador puedo ver el inmenso, abierto y muy luminoso patio que hay entre nuestro edificio y el de enfrente. También tengo al alcance de los ojos todas las ventanas de ese edificio. En cada una de ellas, como es lógico, una historia. La pareja de recién casados que cada día coloca un mueble nuevo en su casa, la joven abogada que recibe cada mañana la visita de alguno de sus clientes, la mujer que se asoma a la ventana para fumar. Ahí me quiero detener ahora, en esa mujer. Casi siempre está en la ventana, fumando, sea la hora del día o de la noche que sea. Ahora mismo, cuando aún no ha amanecido, mientras escribo esto, ahí está, soñolienta, con su eterno cigarrillo entre los dedos. Es una mujer de unos cincuenta y pico años, el pelo rubio y mal teñido, la bata de color rosa entreabierta, las huellas de un pasado físicamente esplendoroso. A veces nuestras miradas se encuentran pero -aún- no nos saludamos. Francesca, desde la esquina de la mesa donde le gusta enroscarse, también la observa. Le encanta ver cómo el humo asciende y se pierde en la oscuridad. (Le fascina el movimiento del humo: a veces trata de atraparlo con su pequeña pata). ¿Qué historia habrá detrás de esa mujer? ¿Qué fracasos, qué logros, qué frustaciones? Quién sabe. Parece que nunca sale de casa. Los sábados por la mañana se cubre el pelo con una redecilla bajo la que se esconden esos diminutos rulos que tanto utilizaban nuestras abuelas cuando no podían ir a la peluquería, pero por la noche -la temible noche de los sábados para los solitarios- se queda contemplando la televisión hasta el amanecer, pasando de un canal a otro, sin importarle mucho (me temo) lo que está viendo. A su lado, siempre hay una botella de whisky. Ahora mismo me está mirando, como si supiera que estoy escribiendo sobre ella. Francesca se ha despertado y la observa ensimismada. El humo que asciende en la oscuridad. La mujer sonríe y se retira de la ventana, envuelta en ese humo. Quizá sea su hora de dormir. Apaga las luces, deja la ventana abierta. Su abultada silueta se pierde en la penumbra. Cerca de la ventana, aún permanecen los rastros de ese humo que Francesca, pese a su persistencia, no consigue atrapar.
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