Los olores siempre nos trasladan a otras épocas, a otras sensaciones, a otros momentos ya vividos. Este domingo, sin ir más lejos, en "El Refu", tomando vermú rojo y aceitunas Jolca. Félix, como siempre en los últimos tiempos, era el encargado de preparar el delicioso combinado. Fuerte, contundente, delicioso, preciso, evocador. Hacía tiempo que no tomábamos vermú rojo, ese brebaje que tiene tanta fama en algunos lugares por su carácter añejo sólo por llevar abundantes dosis de canela. El vermú de Félix no sé que llevaba, ni quiero saberlo (canela no, desde luego), sólo sé que me trasladó a la infancia, a aquellas soleadas y veraniegas mañanas de domingo en las que mi tío Jose, el hermano de mi padre, me llevaba por los pueblos de Asturias a tomar el aperitivo y él se bebía varios vermús como ése, mientras a mí me dejaba pedir (a diferencia de mi padre) varios Bitter Kas y todas las patatas y aceitunas y calamares que me apeteciesen. Me gustaba oler la copa de mi tío, acercar la nariz y los labios al cristal, hacerme el interesante. Y el olor era el mismo que el de este domingo. Un olor fuerte, contundente, ligeramente afrutado, ligeramente amargo, con una base a madera, a barril, a corteza de limón. Y un sabor a la altura de ese olor. Llegados a este punto, uno sabe perfectamente que los placeres más extraordinarios de la vida -los placeres sencillos, que diría Jane Bowles, tan formidable bebedora como escritora- están en las cosas más simples. Lo más agradable está siempre en ese punto inesperado de la cotidianidad, en esos ratitos que surgen mágicamente escapándose de la rutina. Cuatro amigos, en una cocina (esa cocina que alberga tantos secretos, tantas risas y tantas lágrimas), una mañana de domingo, charlando y bebiendo vermú rojo, mientras se van dorando las patatas en la sartén. El sol y los primeros calores colándose por la ventana. La felicidad está ahí, en ese olor, en ese sabor, en ese tiempo detenido. En esos placeres sencillos.
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