Aún hoy, pese a los indiscutibles avances que ha hecho el hombre (unos más que otros, todo sea dicho de paso) en casi todo, incluída la educación de los hijos, de sus propios hijos, siguen siendo -mayoritariamente- las madres las que ayudan a los niños a hacer los deberes del colegio, entre otras muchas tareas. Me enternecen sobremanera esas madres aceleradas que entran en la librería pidiendo ese libro que reclaman los profesores a última hora, siempre a última hora, y algunas veces descatalogado. Muchas de ellas aseguran con cierto tono de disculpa que, dado que el tiempo se les echará encima, serán ellas mismas las que leerán el libro y le harán un resumen a los críos. Sólo por esta vez, susurran, al ver mi cara de perplejidad y divertido asombro. Otras, ciertamente agobiadas, llegan pidiendo un libro que las ponga al día en matemáticas, ¿lo hay?, dime que sí, por favor, ruegan, búscame algo, lo que sea, ya no me acuerdo de nada de todo aquello... Hay otras que vienen encantadas porque sus hijos quieren determinado libro. Muchos críos no quieren leer, pero otros lo tienen muy claro: los libros de Manolito Gafotas (aquí me quito, de nuevo, el sombrero ante mi querida Elvira Lindo: creo que sólo las madres y los libreros sabemos de verdad el verdadero alcance de su literatura juvenil) y de Gerónimo Stilton, auténtico fenómeno de los últimos tiempos, pertenecen a ese grupo en que los niños desean expresamente ese libro, su libro. Todas esas madres son mi madre, hace muchos años ya, cuando se me atragantaban las dichosas matemáticas y empezaba a descubrir otros mundos, los de la fantasía. Yo no tenía necesidad de que me leyesen los libros, ya lo hacía muy bien solo, a cualquier hora, en cualquier rincón, en casa, en la casa de los abuelos, en el campo, en la playa. Era ella, sí, mi madre la que siempre me compraba los libros que quería, nunca miraba el precio, ni si eran muchos los libros que le pedía. Me los compraba siempre los viernes, cuando regresaba del colegio, con todo el fin de semana por delante. Toda clase de libros, según la edad y el momento. De pequeño y de mayor: mi madre siempre me compró libros. También discos y películas, y entradas de cine y de teatro y de circo, cuando yo aún no trabajaba. Mi madre, sin ser ella una gran lectora, fomentaba así mi amor por la cultura. No conozco mayor fortuna que esa. La mejor que ha podido dejarme. Porque en ella, de un modo muy sutil e inteligente, está también la demostración de su amor, de su comprensión, de su apertura de mente.
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