Si el otro día hablaba aquí de la importancia del amor, no quiero pasar por alto las cualidades de la amistad, de la buena amistad. Un amigo es esa persona que te escucha, que ríe y llora contigo cuando viene el caso, que apoya, que comprende, que dice lo que piensa (y esas palabras, aunque a veces sean críticas o desagradables, no te molestan), que no juzga. Un amigo de verdad está siempre ahí, a cualquier hora del día o de la noche, respetando tus decisiones, aunque no le veas todos los días. Forma parte de la familia que tú has elegido libremente, la familia que no te ha sido impuesta. Nadie dijo que fuera fácil conservar este tipo de amistades. A lo largo de la vida se pasa por etapas difíciles, con sus más y sus menos, con problemas y desencuentros, discusiones y malos rollos, pero si el fondo de la amistad es el que tiene que ser, un fondo de cariño noble y auténtico, todo lo malo se termina echando a la espalda. Lo negativo, como siempre, se aniquila con cinco buenas carcajadas, una tortilla de patatas bien gorda y una botella de vino por cabeza. Y las tonterías, fuera. Muchas veces hay que hacer cosas que a uno no le apetecen, ceder, transigir, perder de nuestra parte. Se pierde, sí, en ocasiones, para ganar. Y viceversa. La amistad es un toma y daca constante, pero en eso consisten las relaciones humanas, la convivencia. El estar aquí y ahora, y mantenerse, durante años, así.
Hay gente que siempre quiere hacer lo que le da gana, erigir su voz constantemente, ser el protagonista de todas las fiestas, tener la razón en todo momento, buscar gresca con el que no comparte su visión de las cosas. Y esa gente, conocemos casos de chicos y chicas, acaba sola, criticando a unos y otros, nadie quiere estar a su lado, todo el mundo termina huyendo de ella, convirtiéndose en caricaturas trasnochadas de sí mismos.
Siempre que volvemos a casa, como este viernes, a la tantas de la madrugada del día siguiente, después de una de esas mágicas noches con nuestros amigos, no puedir evitar acordarme de aquellas juergas por el Madrid de los años 70 que narraban los geniales Paco Rabal y Fernando Fernán-Gómez, toda aquella gozosa camaradería y la misma manera de ver el mundo. Aquellos cantarines y alegres regresos a casa, después de aquellas largas noches de farra. Lo malo, aquí, son, al día siguiente, las consecuencias de esas copas de garrafón de cuarta que te ponen cada vez en más sitios, cobradas a precio de oro, que te machacan la cabeza y el estómago, y que casi dan ganas de parapetarte detrás de alcohol de calidad y de no volver a salir de casa nunca más.
Hay gente que siempre quiere hacer lo que le da gana, erigir su voz constantemente, ser el protagonista de todas las fiestas, tener la razón en todo momento, buscar gresca con el que no comparte su visión de las cosas. Y esa gente, conocemos casos de chicos y chicas, acaba sola, criticando a unos y otros, nadie quiere estar a su lado, todo el mundo termina huyendo de ella, convirtiéndose en caricaturas trasnochadas de sí mismos.
Siempre que volvemos a casa, como este viernes, a la tantas de la madrugada del día siguiente, después de una de esas mágicas noches con nuestros amigos, no puedir evitar acordarme de aquellas juergas por el Madrid de los años 70 que narraban los geniales Paco Rabal y Fernando Fernán-Gómez, toda aquella gozosa camaradería y la misma manera de ver el mundo. Aquellos cantarines y alegres regresos a casa, después de aquellas largas noches de farra. Lo malo, aquí, son, al día siguiente, las consecuencias de esas copas de garrafón de cuarta que te ponen cada vez en más sitios, cobradas a precio de oro, que te machacan la cabeza y el estómago, y que casi dan ganas de parapetarte detrás de alcohol de calidad y de no volver a salir de casa nunca más.
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