martes, 23 de febrero de 2010

El café de la abuela

El café de la abuela Luisa era un café rico, ligero, aguado. Quizá porque ella, la abuela Luisa, que en realidad no era nuestra abuela sino la segunda mujer del abuelo (aunque esto era un secreto que debíamos de guardar delante de ella), era una persona tacaña, muy tacaña. Siempre se justificaba -ante los reproches de mi padre o de mis tíos, sobretodo de mi tía, a este respecto- diciendo que ella, como tantas otras personas, había vivido una guerra, y que sólo el que pasó por ella sabe bien de lo que está hablando. Me gustaba aquel café ligero y aguado que me dejaban tomar, siendo niño, con mucha leche. Un tazón de leche y dos gotas de café, consistía aquel festín que siempre venía acompañado de la misma retahíla por parte de los mayores: el café es malo para los niños, tienes que tomarte Cola-Cao o Nesquik, como todos los niños, pero a mí aquello no me gustaba nada, ni el Cola-Cao ni el Nesquik, me empalagaban ambos a más no poder. Prefería, ya entonces, el café y su liturgia. Aquellas tardes de verano, bajo la frondosa higuera que se elevaba imponente delante de aquella casa de piedra, escuchando las historias de los adultos, descifrando alguna de aquellas conversaciones que parecían ocultar alguna clave, dejando pasar las horas lentamente. Los hombres, según avanzaba la tarde, se iban quedando dormidos en las hamacas o sobre la hierba, siempre a la sombra, y las mujeres continuaban, bajando un poco el tono de voz, con su cháchara. Las charlas de las mujeres eran siempre apasionantes. Siempre tenían algo de qué hablar. Nunca se cansaban. En el mes de julio, salvo excepción, también estaba mi tía Maru, la mujer del hermano de mi padre, que vivían en Bruselas con sus hijos y venían a pasar aquí parte de las vacaciones. Mi tía Maru era muy moderna -sobretodo ante los ojos de mi abuela y de mi tía Charo, la hermana de mi padre-, tomaba vermús de color y vino en las comidas, fumaba un Ducados detrás de otro y bebía tazas de café negro constantemente. Siempre traía un montón de glamourosas revistas francesas -Vogue, Elle, Marie-Claire, Cosmopolitan- y muchos libros (casi todos en francés). Mi tía Maru era, en aquel momento, todo un personaje. Se pintaba las uñas de los pies de rojo intenso y llevaba el pelo corto, muy corto, casi rapado, lo que le otorgaba un toque francés muy pronunciado. Tenía un aire a una madura Marguerite Duras, de la que era ferviente lectora. La tía Maru era de las mujeres que menos hablaba en aquellas conversaciones, siempre lideradas por la tía Charo. Se quedaba callada, pensativa, esbozaba una ligera sonrisa y se enfrascaba en sus numerosas lecturas. Su mundo parecía, por entonces, a principios de los años 80, muy lejano al de aquellas otras mujeres, las mujeres de aquí, más convencionales, mucho menos modernas. El contraste de lo que era por aquel entonces una parte de Europa y la otra. Una Europa moderna y avanzada, y otra recién salida de una larga dictadura.
Recordando ahora aquellas lejanas y lentas tardes de verano, aquellas tardes que se prolongaban hasta las diez y pico de la noche, en las que la cafetera estaba cada poco en el fuego (para indignación de la abuela Luisa, que les recordaba constantemente que con tanto café no podrían conciliar el sueño), dejando su intenso y exquisito olor en la espesa humedad de los veranos del norte, creo que allí puede estar uno de los orígenes de mi amor por la literatura, por las palabras, por narrar lo que estaba viendo y sucediendo a mi alrededor, por describir aquellas escenas tan pintorescas, tan "chejovianas" (sin saber aún quién era Chéjov, claro), por reproducir las historias y las vidas de aquellas mujeres tan diferentes, tan particulares. La vida, ya por entonces, bien anudada a la literatura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario