Ayer, en la librería de viejo que hay al lado de casa, me encontré con el proyeccionista, ya jubilado, de los lamentablemente desaparecidos cines Brooklyn. Enseguida me reconoció (esos cines, con dos o con siete salas, como los otros, los Clarín, de la misma cadena, eran como mi segunda casa: durante años, muchos años, solía ir cuatro o cinco veces por semana tanto a ellos como a los otros que aún había en la ciudad: el Ayala, el Principado, el Real Cinema...) y estuvimos hablando un buen rato de lo triste y penoso que nos parecía que hubiesen cerrado todas las salas de la ciudad. Ahora, para ir al cine en Oviedo, hay que soportar una avalancha de gente que -los fines de semana, que es cuando los que trabajamos con el horario de las tiendas tenemos tiempo para ir- se pasa las horas en los centros comerciales y lo mismo se mete en un cine que en una bolera. Aquella cultura del cine era otra cosa. Uno iba a ver una película determinada, la que le apetecía, la que mejor se adecuaba a su estado de ánimo. Un drama, una comedia, un musical, una película de simple entretenimiento... No iba al cine a ver cualquier cosa, el ir por ir, proyecten lo que proyecten, cargados con esos enormes cartones de palomitas de estomagante olor y refrescos con una pajita bien ruidosa, sea la hora que sea. El otro día, en la sesión de las ocho, vimos a una pareja que se comía una hamburguesa con sus patatas y sus aros de cebolla, y se quedaba tan fresca. Por no hablar de la gente que no apaga los móviles o que se pone a hablar a través de ellos con total descaro y pobre de ti si dices algo. Ay, si Terenci Moix (a quien debo el título de este artículo así como tantas lecciones de buen cine, de sabiduría, de exquisito gusto y de amor por el glamour y las estrellas de verdad y no por estas cuatro niñatas que hoy se empeñan en poner de moda y que mañana nadie se acordará de ellas) levantara la cabeza...
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