jueves, 11 de febrero de 2010

Depresiones

Un inesperado día te despiertas y sientes que no puedes levantarte, que algo dentro de tu cuerpo y de tu cabeza te lo impide. No sabes qué ocurre, pero sólo sientes pena, tristeza, melancolía, desazón, ganas de llorar y de desaparecer de este mundo. El trayecto de la cama al sofá se hace interminable. Salir de casa se convierte en la tarea más pesada, más difícil. Tarea casi imposible. Ahí, en la cama y en el sofá, te sientes a salvo. Son los únicos lugares donde quieres estar. No quieres ver a nadie, no puedes. Todo a tu alrededor te causa mucha fatiga, mucho cansancio, mucho hartazgo. Las palabras, todas las palabras, incluso las de consuelo o de apoyo, te suenan mal, falsas, como un eco molesto y desagrable, como un zumbido atosigante que penetra tus oídos con una fuerza única, insospechada. Cualquier cosa te ofende, el más mínimo gesto se convierte en muy costoso de llevar a cabo. La vida carece de sentido por completo. Las constantes taquicardias te obligan a ir al médico. Unas diminutas pastillas de color naranaja aplacan esas taquicardias, ese dolor, esa desazón. La tristeza continúa. Tres pastillas al día, a veces cuatro o cinco. Duermes mejor, duermes muchas horas durante el día, las noches siguen siendo difíciles. Pesadillas, insomnio, angustia, miedo. Te muerdes la lengua, cierras los puños, castañean los dientes. Desde entonces, incluso después de recuperarte, aborreces las noches. Su magia ya pierde todo significado. Incluso ahora, en la mejor etapa de tu vida, aborreces las noches. Las huellas de aquellos dos años. Todo -para bien y para mal- en esta vida deja una huella, una cicatriz, un poso. La fragilidad de nuestros cuerpos y de nuestras mentes es extrema. Desconocemos el significado de esa fragilidad hasta que ocurre algo así. Sólo la presencia de una persona hace más llevadero ese dolor. La madre. Esa mujer que está ahí, que no pregunta, que no juzga, que se desespera por verte así (cuando tu auténtico carácter -alegre, activo, dinámico, un torbellino en acción- es diferente al de ese despojo que arrastra sus pies por la casa), que lucha para que salgas adelante. El poder de las madres es único, no conoce límites. La madre que escucha, que complace, que batalla para sacarte una de aquellas constantes sonrisas de antaño. Nunca llovió que no parara ni hay mal que cien años dure, dice el famoso refrán. Y es cierto. Un buen día, después de todo, las cosas empiezan a cambiar, atrás quedan las pastillas, el miedo, las angustias. La calle, el sol, el cielo, la lluvia y el viento vuelven a ser necesarios. Te enfrentas de nuevo a la vida, le encuentras su significado, recuperas -poco a poco- las risas, ahuyentas todo aquel horror. Quedan las huellas, sí. Pequeños fantasmas que, muy de tarde en tarde, hacen su aparición estelar. Pero avanzas, avanzas, avanzas... Y escribes, y paseas, y sales al cine, y a bailar, y a beber, y a reírte con tus amigos, y a ligar de nuevo... Regresas, sí, a la vida. Vuelves a mirarla cara a cara. A desafiarla. A disfrutarla. A encontrarle su significado. A bebértela a grandes tragos. Todo puede ser posible de nuevo. Y, de hecho, lo es.

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