Hacía frío, mucho frío. Ni siquiera los gorros, los guantes, las bufandas y las botazas podían con él. En una farmacia cercana, nada más salir de casa, comprobamos cómo marcaba un grado de temperatura. Íbamos de camino a los mercadillos de El Fontán, como todos los sábados. Esos mercadillos, los sábados, son muy diferentes a los que ponen los domingos, que son más propicios para encontrar libros o películas de segunda mano, para observar cosas antiguas: muñecas, relojes, cuadros, aparadores, espejos, mecedoras, cajas de música, utensilios para la labranza... El sábado son, básicamente, puestos de comida: verduras, patatas, cebollas, ajos, ajos puerros, zanahorias, fabas, miel, castañas, alguna fruta de temporada... También hay un puesto de caramelos y frutos secos, y otro que vende hierbas medicinales: para el reuma, para el ácido úrico, para el colesterol, para tranquilizar los nervios... Es un espectáculo, si vas muy temprano, ver a todas esas mujeres que vienen de los pueblos con sus bolsas y sus cajas cargadas de alimentos y contemplar cómo las colocan, cada una en su sitio, respetando los espacios de las de al lado. ¡Cuántas historias se podrían encontrar detrás de cada una de esas vidas! Y cuántas merecerían ser contadas. Aún era pronto y decidimos tomar un café en uno de esos locales donde, con sabiduría y respeto por la situación que estamos viviendo todos, han bajado los precios y el café, aparte de exquisito, cuesta un euro. Si vas más tarde, es complicado encontrar un hueco en la barra. Aún estábamos en la hora en que era posible acodarte delante de tu café sin problema, incluso de pillar uno de esos periódicos que nunca compramos. Sentada delante del escaparate del supermercado que está situado al lado de ese café, había una chica extranjera, rumana probablemente, con un cartel a sus pies, pidiendo algo de dinero a quien pasaba por allí. Delante de nosotros, con el periódico (uno de esos que nunca compramos) bajo el brazo, iba un señor alto, muy alto, de unos sesenta años más o menos, bien vestido, convenientemente peinado, con un andar ligero y un punto chulesco. La chica, con su castellano balbuceante, le dijo que si le podía dar algo, unas monedas para desayunar. El hombre se giró hacia ella y con todo el desprecio del que fue capaz le espetó: A nadie, que no sea español, le doy dinero. Y siguió caminando, tan ancho, con su periódico bajo el brazo, después de verter aquel exabrupto. ¿Qué necesidad había de esgrimir aquella crueldad? No sabe este hombre (¿su periódico no se lo cuenta?) la cantidad de gente que se está marchando de esta ciudad, de esta provincia, de este país, para buscarse la vida en otros lugares,en otros países. Y la que tendrá que hacerlo en los próximos meses para encontrar un trabajo, el que sea, que no está la cosa para muchas exigencias. Por no hablar de la que lo hizo años atrás, en la época de nuestros padres y abuelos. ¿Cómo se puede ser tan ignorante? Ignorante y cruel, desde luego, que aún es peor. Así estamos por aquí. Cuando se pierde la capacidad de ponerse en la piel del otro, me temo que está todo perdido. Y cuando, aparte de perder esa capacidad, vas exhibiéndola como si fuera un preciado tesoro, las cosas se ponen todavía peor. De todo esto vamos hablando cuando llegamos a los mercadillos, donde, con toda probabilidad, este buen hombre andará de puesto en puesto regateando unos céntimos a esas mujeres que llevan ahí, en sus lugares de trabajo, desde antes de que amaneciese, mientras él, en su cama, escuchaba (estoy seguro) alguno de esos programas de radio o de televisión que alimentan (incendian, más bien) pensamientos como el suyo. Y lo peor es pensar en lo que aún nos queda por ver y oír. Qué cansancio, la verdad.
Precioso y descriptivo relato, Ovidio. La dura realidad, a veces saca a pasear del brazo, a algún reaccionarios de esos que llevan periódicos que nosotros ¡nunca! compramos.
ResponderEliminarBeso, amigo.
La verdad es que detrás de cada persona que se cruza con nosotros hay una historia que contar.
ResponderEliminarLa verdad es que es una vergüenza que en este país donde la semana pasada se tomaron (bendita mayoría absoluta) decisiones tan fuertes como seguir subvencionando a los bancos para que se fusionen (viva la endogamia) cambiar la ley del aborto (benditos los recortes sean los que sean), modificar el sistema educativo (que no entiendo yo que sea lo primero que toquen elección tras elección), etc, etc, sólo haya habido sitio en las noticias para el frío siberiano que, no sé yo, pero me parece que no ha sido para tanto.
Mientras alimentando el odio al diferente, mientras excluyendo al que viene de fuera, que no soy yo muy partidaria de la limosma en la calle (porque siempre me imagino una red mafiosa detrás de todos ellos, de todos o de la mayoría), pero hay gente que mejor se quedaba en la cama los sábados por la mañana, calentín y viéndolas venir, porque para lo que tienen que decir.
Bueno Ovidio a seguir retratando lo bueno y lo malo de esta sociedad por si alguno no se da cuenta de lo que tiene alrededor.
Ah, el sábado me cayeron los 42 y tan feliz.
Muchas felicidades, Bea. Y gracias, siempre, por tus comentarios. Besos.
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