miércoles, 1 de febrero de 2012

Paco España

Nunca le vi actuar en directo, pero la noticia de su muerte (en soledad y misera, según leo: soñando, ay, con alguien que le ofreciese una casa donde poder instalarse), me ha traído a la memoria algunos de los transformistas que conocí a lo largo de estos años. Gente con talento (en algunos casos) y con una percepción de la vida mucho más moderna de la que les había tocado vivir. Con unas historias, la mayoría de las veces, tremendas, sobre todo las vividas en los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia. Les gustaba vestirse de mujeres, de folclóricas sobre todo (Lola, Rocío, Isabel, Marifé...), y dar rienda suelta al arte que llevaban dentro con ese otro arte, tan difícil de alcanzar cuando se hace bien, el de la imitación. Los mejores no utilizaban el play-back: cantaban en directo tratando de acercar su voz a la de su artista preferida. Dentro de los que utilizaban el play-back, había buenos artistas y otros, demenciales. Recuerdo hace años, en Barcelona, a un imitador de la Pantoja que, la verdad, mejor se hubiese dedicado a otra cosa. Aquello no era serio. Más aún: era esperpéntico. Cuando el público no se ríe de lo que dices entre canción y canción, sino de ti mismo y tu falta de profesionalidad, eso es esperpento. La mayoría de los transformistas se tomaba con mucha disciplina su trabajo: buscando el tono, el gesto, el vestuario exacto de la artista en la que se convertían cada noche. Y así salían al escenario, con profesionalidad, pese a ese aspecto marginal y un poco sórdido que siempre acompañaba a sus trabajos, a los locales donde actuaban y a las complicaciones de sus vidas, que me imagino que tendrían unas cuantas detrás. Una vez, conocí a un chico que se dedicaba a esto. Era un chico alto, delgado y guapo (con cierto aire al joven Antonio Banderas), con unos ojos verdes y tristes y una voz cavernosa (fumaba un Ducados detrás de otro, dejando largo rato el humo en la garganta) que chocaba poderosamente con la suavidad de sus gestos, con una fragilidad en la que también había algo de pose, de heroína de Tennesse Williams. Imitaba a varias artistas en un garito de mala muerte. Siempre a las más raciales, las más morenas, como él mismo y su largo pelo ensortijado. Vivía solo desde que sus padres se habían enterado que era homosexual y se dedicaba a aquel trabajo. Sus hermanos tampoco le hablaban. Y estoy refiriéndome a unos diez años atrás, más o menos, no a los años cincuenta o setenta. Así son las cosas. Me despedí de él en la calle, bajo la brisa caliente de aquel otoño revuelto, prometiendo ir a verle actuar alguna noche. Nunca lo hice y a veces me preguntó que habrá sido de él. Dadas las circunstancias, supongo que se marcharía hace tiempo a algún lugar de la costa mediterránea, donde, sobre todo en verano, siempre había trabajo para ellos, según me contó aquella lejana y extraña noche. Pienso en él esta mañana y también en Paco España, el primer transformista que hubo en este país, en sus noches de gloria, en su valentía y en ese final, abandonado a su suerte, perdido entre la desesperación, la soledad más absoluta y el alcohol. No, nadie dijo que las cosas fueran fáciles.

4 comentarios:

  1. Este siempre ha sido un país que, cuando abundan las dificultades, le da la espalda a sus artistas. Emotivo, como acostumbras.

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  2. El ambiente un poco oscuro que dibujas también me gusta, la España clandestina y prohibida que fue la de los transformistas, un poco cutres, pero artistas al fin. Un recuerdo para ellos también.

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