viernes, 24 de febrero de 2012

El afilador

Una de estas mañanas de sábado, trajinando por la cocina de mi madre, escuché ese sonido de flauta o de armónica que utilizan los afiladores cuando anuncian su llegada a las calles. Bajé el volumen de la radio, dejé lo que estaba haciendo (picando ajo, cebolla, patatas y pimiento verde) y desvié la vista hacia la calle. Evidentemente, allí estaba, con su boina negra y una especie de mono azul oscuro, en la acera de enfrente, aprovechando los tímidos rayos de sol -cielo despejado, mañana luminosa pero muy fría- que se acodaban en aquella esquina. No era un hombre mayor, pese a que su trabajo parece siempre asociado a otras épocas, las de mi infancia y adolescencia, sin ir más lejos. Entonces, en aquella época, treinta años atrás, jamás fallaba: una vez a la semana, normalmente los sábados, pasaba por allí delante ofreciendo sus servicios. Aquel afilador de entonces parecía tener bastantes más años que éste, aunque ya se sabe que cuando uno tiene diez o doce años todo el mundo parece muy mayor, mucho más de lo que en realidad es. Recuerdo a las mujeres agolpadas delante de él -quejándose, protestando- con sus cuchillos preferidos o con aquellas tijeras que ya no cortaban como al principio, cuando las habían comprado de oferta en la ferretería o en aquel economato al que iban para realizar la compra más importante del mes. Las ofertas ya se sabe lo que tienen, decía alguna... Hablaban entre ellas, claro: eran vecinas o familia y aprovechaban aquel momento, mientras el hombre afilaba sus utensilios de cocina y seguía vociferando para que todo el mundo se enterase de su presencia en aquella calle (¡afiladooooooor!), para ponerse al día de los últimos acontecimientos, de algún cotilleo, de los programas de la tele (en aquellas lejanas mañanas de sábado, "Gente Joven", que tan innovador parece recordándolo ahora, hacía furor), de lo que fuera. Otros tiempos. Hacía mucho que no veía a uno de estos hombres por Oviedo. Quizá la última vez, dos o tres años atrás, fue en las calles de los alrededores de la librería Trabe, donde pasé tres años, también en alguna luminosa mañana de sábado. Eran tristes aquellas mañanas. Apenas entraba nadie en la librería (su ubicación no era la más recomendable, más aún en los tiempos de crisis en los que ya estábamos inmersos) y aquel sonido, el de la flauta o la armónica del afilador y su grito posterior, me ponían algo melancólico. Me transportaban a otras épocas que ya no existen, que sólo conservamos en la memoria y que recordamos con un sabor agridulce. A la inocencia de aquellos tiempos en los que todo parecía posible, a aquellos pensamientos e ilusiones que nada tenían que ver con lo que finalmente la vida tenía previsto para cada uno de nosotros. Lo que éramos y soñábamos y en lo que nos hemos convertido: cada cual puede hablar por sí mismo y analizar los correspondientes ejemplos. El hecho de que apenas entrase gente en aquella librería (pese al amor y las ganas que todos pusimos en ello) e hiciese que se fuese barruntando el final de la misma, contribuían sin duda a aquella melancolía. El afilador, con su bicicleta y su poderoso grito (¡afiladooooooor!), recorría las calles varias veces hasta que su sonido se iba difuminando, casi hasta perderse en la lejanía. Ya no tenía el público de entonces y por eso daba vueltas y más vueltas alrededor de aquellas calles. Lo mismo que este otro afilador que la otra mañana estaba delante de la casa de mis padres, aprovechando los tímidos rayos de sol que no conseguían hacer olvidar lo crudo de este invierno interminable. Acaso un jubilado que le daba más conversación que trabajo o una peluquera que, aburrida y con ganas de cháchara, hacía tiempo hasta que entrase alguna clienta sin hora o alguna otra que se había retrasado con la suya. Subí el volumen de la radio, regresé al presente y escuché la voz de mi madre recordándome que el aceite de la sartén ya estaba caliente y que en el salón todos decían tener mucha hambre. El afilador ya no estaba en la esquina de enfrente. Y aquellos tímidos rayos de sol que alegraban un poco la mañana de febrero, tampoco.

3 comentarios:

  1. Yo nací en uno de los barrios más castizos de Madrid, Lavapiés, y recuerdo perfectamente que en mi infancia estuvo la figura del afilador, y la del trapero, servicios, hoy, casi desaparecidos. Recuerdo mi infancia con muchas carencias: económicas, sociales, de libertad pero, creo que nuestras generaciones tienen un equipaje de recuerdos hermosos, entrañables e insustituibles.

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  2. Perdón me equivoque. Este es el que mas me gusto.
    El afilador siempre llama dos veces...
    sigue así guapo

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  3. ¡Mucho me gustaba Gente Joven! Recuerdo esas mañanas de sábado pegado al televisor, jugando a ser cantante, soñando con ser cantante, incluso llegué a presentarme al casting de Operación Triunfo (coincidí con Bustamante en alguno de ellos). Hoy, otro día más,  has conseguido trasladarme a otros tiempos que ya no existen, dejándome ese sabor agridulce,ay!

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