La luz de la tarde es una luz dura. Aunque ya oscurece más tarde, media hora más tarde ya que hace un mes, esa luz, a causa de la nieve y el aguanieve y esa ola de frío siberiano que no termina de irse, no pierde esa dureza. Los dos hombres salen del café donde, aparte de tomarse un café descafeinado con sacarina y dos tostadas con mermelada y mantequilla, han estado leyendo el periódico del domingo, los suplementos que vienen en su interior. Son difíciles las tardes de los domingos, todo el mundo lo sabe. Los fantasmas, sean cuales sean, siempre hacen su aparición. Y es mejor no encontrarse con ellos cara a cara. La tranquilidad de ese café, la luz tenue, la música (jazz) suave y el ambiente agradable, hacen más llevaderas esas horas, casi las últimas del domingo. Un domingo como todos los demás domingos. Los dos hombres acaban de jubilarse. Son pareja desde hace algo más de treinta años. Treinta y uno, para ser exactos. Algunas personas conocemos su relación; otras, la mayoría, no, aunque la intuyan. Vivieron unos tiempos en los que las cosas no eran tan sencillas como ahora. Tomar una copa en un bar de ambiente suponía muchas veces pasar la noche en el cuartelillo. Siempre nos recuerdan esas palabras. Y supongo que hacen bien en hacerlo. Sin embargo, pese a llevar más o menos en silencio esa relación, están pensando en casarse. Bueno, ya casi está decidido. Uno de ellos, el mayor (apenas los separan unos meses), no tiene ninguna relación con su familia. Fue así desde que descubrieron su homosexualidad. De hecho, no sabe si viven o si están todos muertos. Él dice que eso ya es agua pasada, que todo está olvidado, pero las huellas de ciertas heridas no son tan fáciles de borrar, por mucho que algunas palabras y los gestos de indeferencia o de restarle importancia a las cosas hagan su papel. El otro, seis meses menor, tiene un hermano y una cuñada y unos sobrinos con los que suelen comer una o dos veces al mes. Todos ellos están encantados con la posibilidad de la boda (aún no se lo han confirmado). Les acompañarán, claro. Todos ellos y algunos de los amigos -pocos- que les van quedando, algunos de sus amigos más jóvenes. Después de los años ochenta, perdieron numerosos amigos. Ah, esa maldita enfermedad. Ellos se libraron. Las sucesivas pruebas así lo confirmaron. A veces, recuerdan a esos amigos y se entristecen. Gente joven, en el mejor momento de sus vidas, derrumbada por una enfermedad tremenda, devastadora. Con los años, dicen, todas las cosas te emocionan de una manera especial. El recuerdo de una charla con uno de esos amigos desaparecidos, el recuerdo de una tarde o de unas copas de vino compartidas. Ésas son las cosas verdaderamente importantes, las que merecen la pena. Lo demás, sólo es accesorio. Sobrevivir a un domingo, hacerlo de la mejor manera posible. Leyendo el periódico y los suplementos y tomando una especie de merienda-cena. Les veo salir del café. No se abrazan ni caminan de la mano, como hacían algunas parejas similares en edad que conocimos cuando estuvimos en Nueva York y San Francisco. Hombres y mujeres que lucharon por sus derechos, que se manifestaron, que se enfrentaron a la policía. Estos otros hombres (que hicieron las cosas a su manera: como supieron, como pudieron), van uno al lado del otro, en silencio o diciendo alguna palabra susurrada mientras señalan alguna cosa a lo lejos. El mar, las escasas gaviotas que lo sobrevuelan, la luz dura de este atardecer que va desapareciendo porque la noche se está echando encima y con ella, con la noche, esos copos de nieve tan frágiles, tan ligeros, que apenas dejan rastro en nuestros abrigos oscuros, en esos paraguas que decidimos no abrir para que no nos impidan ver la magia del momento, de este momento.
Ovidio, escribes fino, eres limpio con las palabras y absolutamente directo al corazón. Por todo eso: te quiero y te admiro.
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