Cientos de imágenes vienen esta mañana a mi cabeza desde que me desperté. Un año siempre da mucho de sí. Cosas buenas y malas que sucedieron a lo largo de estos doce intensos meses. Como siempre. Como a todo el mundo. Ilusiones, proyectos, decepciones... Todo entremezclado. Un puzzle con su cara y su cruz. Así se escribe la historia. El afán de que lo malo cambie y lo bueno permanezca donde está. No es tarea fácil, me temo, sobre todo lo primero, dadas las circustancias: tijeretazos, recortes y más recortes, Rouco Varela campando a sus anchas y envalentonándose desde el día siguiente de las últimas elecciones... Un año más. Hoy siempre es día de pequeños balances, de renovar (hasta un punto) las ilusiones y los anhelos, de no darlo todo por perdido. Si lo hiciésemos, si lo diésemos todo por perdido, apaga y vámonos, que también es otra opción (quizá la dejemos para un poco más adelante: resistamos un rato más, a ver qué pasa y hacia qué extraños lugares nos conduce el viaje). La Nochevieja es, desde siempre, la jornada que más me gusta de todas las Navidades. Cuando éramos pequeños, porque nos dejaban ver la televisión y acostarnos a las mil: programas musicales y películas clásicas, cuando todos se habían acostado ya, en aquel vídeo que mi padre no nos quería comprar porque intuía que nos iba a alejar de los estudios. Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. Bette Davis felicitando por su premio a Anne Baxter, aquella mosquita muerta (ah, las mosquitas muertas, qué peligro) que quería ocupar su puesto, después de todo. Eusebio Poncela descubriendo el amor que Antonio Banderas sentía por él mientras, al fondo, sonaban Los Panchos. Audrey Hepburn desayunando en Tiffany´s, cantando en la ventana de su apartamento y buscando al gato por las calles mojadas de Nueva York. O Liza Minnelli, con sus uñas pintadas de verde antes de que nadie se las pintase así, recordándonos aquello de que la vida es un cabaret después de desfogarse y deshacerse de los malos rollos gritando a grito pelado al paso de los trenes berlineses de principios del siglo pasado. Después, las primeras salidas, las risas, las complicidades, los primeros cigarrillos (¡qué ganas de fumarme ese cigarrillo que llevo quince días sin tocar!), los excesos, la canallería secreta de la noche. Siempre estaba bien empezar el nuevo año en renovada compañía, aunque a la mañana siguiente no lo recordásemos con demasiada claridad. Otros tiempos. Tiempos vividos en su justa medida, en su instante preciso. Hoy, tantos años después, es más bien el tiempo de tomar esa copa en casa de amigos: alejados del bullicio, de las malas bebidas, los locales abarrotados y toda esa chiquillería que -intuyo- desconoce las inquietudes que nosotros teníamos. Ilusiones, proyectos, decepciones... Un año más. Brindaremos por las cosas positivas y arrinconaremos, qué remedio, las otras en esos compartimentos, los del olvido, ya tan abarrotados. En eso consiste ese juego del que nadie nos contó sus reglas: vivir y sobrevivir. Y, mientras tanto, mientras podamos, sigamos riendo salvajemente como Charo López en su última función hasta que nos recorten también las carcajadas o Rouco Varela salga por ahí elaborando alguna perversa y absurda teoría sobre el asunto. Feliz Año Nuevo.
Desde la adolescencia, el tránsito del año que termina y del año que empieza, produce dentro de mí una cierta polaridad. A fin de cuentas, su hago balance, me han pasado más cosas buenas que malas, aseguro que no es conformismo, eso nunca. Una de las cosas buenas del año que hoy concluye, ha sido el descubrimiento de este blog y la abundancia de sentimientos que de él saco. Una cosa sí tengo clara: en el 2012 quiero seguir caminando al lado de Ovidio. Feliz año nuevo, amigo.
ResponderEliminarBeso
Me quedo con el final de este año y con ese día en el que nos comimos cada baldosa de esta ciudad en la que como canta Sabina, nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y de oca a oca, que tiro porque me toca. Feliz año nuevo
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