La otra noche, después de la cena, recordaba con mi amiga Bea (excelentes anfitriones tanto ella como su marido, Juan) los cafés de la mañana de los primeros años de la facultad, cuando ella y yo coincidíamos. Salíamos sobre las once, o tal vez un poco antes, de alguna de las clases que nos interesaban y quizá ya no volvíamos más. Nos quedábamos, con unos y con otras, en los bares de los alrededores, tomando un café detrás de otro hasta que llegaba la hora de la comida. Numerosos cafés, probablemente demasiados, en aquellos años. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Muchas ilusiones y muchas decepciones. Muchas risas y algunas caídas cuesta abajo. Muchos cafés y muchas mañanas. Con los amigos, con los primeros amores, con los amores de una sola noche, con el amor definitivo. En unas ciudades u otras. En unos países y otros. (Recuerdo aquí esos cafés que nos tomamos por las calles de Nueva York, en aquellos cafés de Buenos Aires donde el tiempo parecía haberse detenido definitivamente, o en Madrid, acompañados siempre de un pincho de tortilla, para tranquilizar cierta resaca). El café de la mañana también como disculpa para salir diez minutos del trabajo, sentir el aire fresco de la calle, tomarte un respiro y regresar a tu puesto con la fuerza renovada para encarar lo que vaya llegando, que quién sabe de qué se trata (de un cliente pesado a la noticia de un despido, por ejemplo). Los cafés de la mañana, después de una larga caminata de una hora u hora y media, alrededor de las once, o tal vez un poco antes, en cafés donde compartimos barra una fauna peculiar: parados, jubilados, funcionarios sin prisa por fichar, mujeres con pocas ganas de ir a la compra o con ella ya hecha (el carrito, a su lado, a rebosar: verduras, yogures, barras de pan, cajas de galletas...), alcohólicos que se decantan ya a esas horas por un generoso tintorro servido en vaso de sidra. Ahí estoy yo ahora, con mi caminata hecha, frente a la taza del café (descafeinado: ah, el paso del tiempo cómo se delata en los detalles más insignificantes), rodeado de estas gentes a las que observo con disimulo y mayor interés que a las páginas de ese periódico por el que todos se pelean, sobre todo los lunes, o que a las páginas de esa revista, Interviú, donde los desnudos que se muestran son cada vez más decadentes y absurdos. Otras veces, el bar (casi nunca es el mismo) está vacío y, si me encuentro de humor (no siempre ocurre), me dejo llevar por el hilo de conversación que me brinda la camarera. Lugares comunes entre los que siempre suelo encontrar tema para un artículo, detalles sobre la condición humana -tan variopinta y tan similar en el fondo-, la razón para una sonrisa (en el mejor de los casos) o para un retazo de tristeza, que es lo que suele abundar en estos tiempos. Muchas veces, estoy esperando a mi madre en uno de esos cafés, que enseguida llega con ganas de hablar. Después de esos cafés con mi madre, a media mañana, damos un paseo por las calles de los alrededores de su casa, como le recomendó el médico. Y, mientras hablamos, nos vamos encontrando con toda esa gente, la misma que estaba en los cafés, acodada en la barra o sentada a las mesas, ahora ya en movimiento, apurando la mañana, intentando -en medio de todo-, atrapar lo que desean.
¡Qué maestría en destacar la belleza de lo cotidiano!
ResponderEliminarNos haces mirar con una mirada más fresca esos actos a los que apenas prestamos atención y que tan importantes son.
Gracias, gracias, gracias
Yo pertenezco a ese grupo de personas que a media mañana toma café en el bar y se pelea por conseguir el periódico dejado en la barra. El que más frecuento, me deja descansar la vista, sin callejear mucho, en el Parque del Retiro. Mañana, cuando ocupe la mesa de costumbre, sacaré mis cuadernos, la pluma, mis libros, y, brindaré contigo, te haré sitio, y conversaremos...
ResponderEliminarBeso, amigo.
Ah, el café... elemento vertebrador de tantas y tantas experiencias, intelectuales o no.
ResponderEliminarA diferencia de ti yo soy persona rutinaria, los jueves me gusta ir siempre a ese bar donde también sellan la primitiva. Me encanta intercambiar unas palabras con el joven que atiende el lugar ¡siempre tan sonriente! A veces pienso que tiene algun tipo de minusvalía psíquica, sobre todo cuando empieza a reírse a carcajadas él solo. Por eso le dejo tan abultadas propinas. Muchas gracias, Ovidio, tus escritos me hacen ver mi realidad de una forma tan diferente.
Hoy que es un día triste por otros motivos, tu entrada me ha hecho sonreír pensando en muchos cafés entre las 10.00 y las 11.00, compartidos o no, momentos de descanso y de relax. Bendito café que reconforta en días tristes como el de hoy. Gracias Ovidio por estar ahí.
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