(Artículo publicado en el nuevo número de la revista "Estoyu")
Ahí está, a sus casi setenta años (digo la edad porque ella, orgullosa, la proclama sin tapujos, acaso con un ligero toque de coquetería, tan extraño y poco habitual en ella, que, haciendo gala de su carácter castellano, no es nada coqueta ni presumida), una de las mujeres más trabajadoras que conozco, una librera de las de verdad (no hay demasiadas, por desgracia: hay que diferenciar siempre entre ser librera y vender libros, que no es lo mismo), Paquita Laguna. Más de veinticinco años al frente de la librería Aldebarán. Desafiando a los malos momentos (emocionales, económicos, de salud: que de todo tiene que haber a lo largo de tantos años de trabajo), y disfrutando de los buenos, reconfortándose en esos placeres sencillos que de cuando en cuando nos ofrece el transcurso de los días y que siempre resultan ser los mejores. Charlar con un cliente, lector voraz y exquisito, que viene desde la otra punta de la ciudad porque esa pequeña librería, Aldebarán, pese a las numerosas alternativas que encuentra en el recorrido, sigue siendo su favorita, consciente de que en ella va a hallar lo que anda buscando, esa joya literaria que tiene que convivir, irremediablemente, cosas de la supervivencia, entre los cuadernos y los lápices de colores y los libros más vendidos del momento; ayudar, cuando los profesores se desentienden, con los numerosos libros que sus hijos necesitan para el colegio a una mujer jovencísima que vino desde el otro lado del mundo para buscarse la vida y que tiene que hacerlo, buscarse la vida, sola con esos tres o cuatro pequeños porque su marido se largó de la noche a la mañana y la dejó ahí plantada, con esos tres o cuatro hijos, como si fueran unos muñecos de trapo y, encima, no fuesen suyos; la generosidad con ese joven de apenas veinte años (yo mismo por aquel entonces) que quiere leer todos los libros y que no tiene dinero para pagarlos y que ella le permite llevarlos e ir pagándolos como buenamente pueda. Algunos de esos placeres sencillos de los que, parafraseando a Jane Bowles y su colección de relatos magistrales, hablo. Ser librero, aparte de un oficio, es una actitud. Una posición en el mundo, me atrevería a decir desde mis cuarenta años recién cumplidos. No todo el mundo sirve para ello. No consiste en vender, en hacer caja (que también, como es lógico, cuando vives de esto), sino en saber acercar a cada persona que entra en la librería el libro que esa persona necesita en ese momento concreto. No todo el mundo tiene el mismo gusto, ni tiene por qué tenerlo, faltaría más. El librero está ahí, casi como un amigo, como un confidente, como un apoyo, y no es nadie para juzgar la decisión del cliente. El buen librero puede, en un determinado momento, si considera que la elección del cliente no es una maravilla, desviar hacia otro título, de similar contenido pero de mayor calidad (aunque el precio sea inferior). A veces, el cliente acepta y, días más tarde, vendrá, emocionado y completamente entregado, dándote las gracias y pidiendo cosas de mayor envergadura literaria de las que inicialmente reclamaba. Ése es uno de los mejores momentos del librero de verdad. Supongo que si alguno me está leyendo ahora mismo, se sentirá identificado con lo que estoy diciendo. Todas estas cosas positivas, y tantas otras para las que no tengo espacio en esta columnilla que sigue siendo la de un librero, aunque, por esas cosas del destino y de esta interminable crisis, no esté al frente de ninguna librería en estos momentos. Este librero que hoy recuerda a esa otra librera, Paquita Laguna, y que, para él, con todo, sigue siendo mucho más que eso.
A lo largo de mi vida he confiado siempre en los libreros de "La cuesta de Moyano" (Madrid).
ResponderEliminarA veces, en lugar de irme de copas, me voy de libros y vuelvo borracha de aventuras y de palabras.
Amigo, me rindo ante las tuyas con absoluta devoción.
Un beso.
Entrañable como siempre
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