El domingo es el día de remover sombras, abrir cajones y libros viejos, hurgar en la memoria, detener relojes (se detienen solos), recuperar papeles, ponerse melancólico por un rato (sólo por un rato). Encerrado aquí, en mi cuarto de trabajo, escuchando la radio a intervalos, apartando esas noticias, todas iguales, de la crisis, de lo que nos espera (recortes y más recortes: recortes siempre para los mismos), buscando canciones cuyas letras no entienda y cuya música me arañe suavemente la tristeza. Ordenando papeles, estudiando apuntes, releyendo párrafos de escritores muertos, metiendo mi novela en un sobre, pensando cuál será su destino, cuándo llegará a las manos de esa gente que me repite cuánto le apetece tenerla ya en las manos. Y de repente, la foto. En esa marabunta de papeles y cosas, de libros abiertos por la mitad y recortes escritos por mí o por otros, de billetes del metro de Londres o de Nueva York o las entradas de algún museo, de instantáneas de todos nuestros viajes y películas antiguas, de cajas donde Francesca quiere pasar la noche o diez minutos, que nunca se sabe con ella, aparece la foto. Y en ella, mi madre y yo, treinta y cinco años atrás. El pelo largo y moreno de mi madre, las piernas estilizadas, el vestido ajustado, los zapatos de tacón alto (hoy estarían de rabiosa actualidad, si los hubiese conservado, qué manía con deshacernos de todo: zapatos rojos, de ante suave y tacón ancho, un poco como los de una bailaora de flamenco o como los de Faye Dunaway en una peli de los 70), la sonrisa poderosa, los dientes -como siempre- impecables en su forma y su color. Mi madre ríe y me mira a mí, que la estoy mirando con cara de susto o de querer un beso o un helado, quién sabe. Así quedamos retratados, ya para siempre. Quizá sea sábado o domingo, en la foto, y estemos preparados para salir a tomar un aperitivo o para comer fuera con los abuelos, sus padres. Quizá estemos esperando que mi padre llegue del trabajo (los sábados por la mañana, por entonces, trabajaba) o los abuelos de Mieres, donde viven. Sí, quizá sea eso y sea él, mi padre, el que está haciendo la foto. Esa foto que aparece un domingo melancólico como éste donde las sombras se remueven y yo no se lo impido. Cuando uno va perdiendo amigos, trabajos, ilusiones, apoyos, ahorros, esperanzas y demás, ya sólo van quedando los hallazgos que aparecen los domingos, estos domingos un poco tontos y un poco tristes, preámbulo de la inestabilidad que nos espera, preámbulo de no sé muy bien qué. Hallazgos como esta foto, la mirada de mi madre, su belleza, su sonrisa, casi carcajada, la enfermedad que no se presentía aún, los años que han pasado, aquellos años que están en nuestras memorias... Esa foto que es como una luz en la ventana. Esa luz en la ventana de su casa, la casa de los padres, que vemos desde la calle cuando va atardeciendo y nos vamos alejando hacia la nuestra y que sabemos que es ya nuestro único refugio. Y detrás de esa ventana, esa luz reflejando su silueta, la madre, treinta y cinco años después de esa foto que ha aparecido hoy de un modo inesperado entre papeles, libros y cosas. Mi madre, entre las sombras del invierno, batallando con su enfermedad y sus cosas, sonriendo, despidiéndonos, apoyándonos incondicionalmente, en todos los sentidos. Y sobre esa imagen, hoy, la de esa foto, treinta y cinco años atrás, ya digo, sonriendo, covirtiendo esa sonrisa, la suya, tan limpia, tan brillante, tan perfecta, casi en carcajada. Y yo, desde abajo, reclamando un beso o un helado, quién sabe. Con ganas de salir ya a la calle, seguramente.
Ovidio. este es uno de los relatos más emotivos que he leído de ti. Para mí los domingos son latosos, aburridos, pesados, melancólicos y de profunda siesta (aunque nunca la duermo, la sensación es esa.) Según avanzaba por las palabras, he comprendido que los domingos tienen también un matiz de sorpresa, una puerta de reconciliación con el pasado y, sobre todo, la certeza de encontrar algo, que me haga vibrar, a través de mis autores favoritos.
ResponderEliminarUn beso y todo mi cariño, amigo
Espero que tu madre salga victoriosa de su lucha particular y que haya muchos domingos que compartir con ella y muchas fotos que compartir con nosotros.
ResponderEliminarA veces, lo mejor para sobrevivir a los domingos es irse a la calle y emborracharse un poco de alcohol o de emociones...