Estaba en la cama. Estaba en la cama durmiendo la mona, para ser exactos. Sí, empiezo de esta manera tan bukowskiana para definir donde me encontraba aquella mañana de hace cuatro años. Durmiendo la mona. Nunca me han gustado mucho las Navidades (siempre falta algo: personas, dineros, trabajos, expectativas, qué sé yo...), así que, precisamente por eso, casi todos los años desde que tengo uso de razón y edad para beber las he celebrado por todo lo alto. Con familia, con amigos, con novios... La noche previa al sorteo de la lotería da el pistoletazo de salida y más si cae en fin de semana. El que hoy es mi marido y yo aún no teníamos casa propia, así que andábamos por los bares celebrando el habernos conocido unos cuantos meses atrás. La Santa, por estas fechas, se vuelve aún más mágica que de costumbre (aparte de las Navidades, festeja su aniversario). Y allí estábamos. Bueno, allí ya no. Ya estábamos en la cama, durmiendo la mona, cada uno en la suya, en la casa de nuestros respectivos padres. Desperté con la voz de mi madre. Apenas un hilo, un susurro: con su prudencia habitual para no despertarme. Lo que, pese al empeño que se ponga, es imposible: el vuelo de una mosca sirve para que me despierte, con copas o sin ellas. Mi madre hablaba por el telefonillo con mi padre. Decía: ah, ¿qué nos ha tocado el gordo? Así, tan sosegada, como el que puede estar diciendo: ah, parece que va a salir el sol hoy, ¿no? Mi madre es así de tranquila. Qué poco me parezco a ella en este sentido, hombre. El caso es que despierto con esa voz, la suya, diciendo eso, que nos ha tocado el gordo de la lotería. ¿Estaré soñando?, me digo. No, creo que no. Encendí la luz: estaba en mi habitación, con la cabeza un poco de aquella manera, pero estaba allí: reconocía todas y cada una de mis pertenencias, la ropa que llevaba la noche anterior esparcida por el suelo con esa elegante y despreocupada manera en la que se esparce cuando uno llega un poco perjudicadillo a casa, el sonido de los niños cantando los números procedente de la radio que mi madre tenía encendida en la cocina de nuestra casa y la de las radios y televisiones de las casas de los vecinos. El soniquete cantarín de siempre, ya se sabe. Me levanté raudo y veloz. No era un sueño, no. Abrí la puerta de la habitación y allí estaba mi madre, con aquella participación de cuatro euros en la mano. Creo que nos tocó el gordo, acertó a decir al verme. Todos y cada uno de sus números coincidían con los que los niños acababan de cantar. El gordo de la lotería. Allí estaba, en la mano de mi madre, en nuestra casa. De repente, la cabeza se despejó como si hubiese dormido catorce horas seguidas y no hubiese bebido más que agua previamente. Qué algarabía se montó después. Miramos una y otra vez en el teletexto los números premiados. Los escuchamos numerosas veces en la radio y en la televisión. Los niños seguían cantando más números y más premios. No había duda. Eran exactamente los mismos. Llamamos a todo el mundo. La casa se fue llenando de amigos, familiares y demás. Sidra, vino, champán, copazos. Un chin-chin continuo. Esas cosas sólo pasan (si pasan) una vez en la vida, por desgracia. Fue poco dinero (la participación, sólo una, era de cuatro euros), pero la alegría y el momento fueron únicos, como si hubiesen sido cincuenta boletos. Algo me tocó de aquel premio, claro. Nos lo viajamos, básicamente, que es la mejor manera que conocemos de invertir el dinero, la que más nos apetece en cualquier momento. Y montamos esta casa donde ahora vivimos y en la que, en una hora y poco, comenzaremos a escuchar el sorteo de este año. La ilusión es lo último que se pierde, ¿no?
No tengo palabras para expresar la emoción que he sentido al leer tu relato. Ha venido a mi memoria eso que tantas veces he escuchado en mi casa: si este año nos toca el gordo, nos lo fundimos en algo bueno. Ay, la ilusión, bendita palabra.
ResponderEliminarBeso, amigo.