Fue una mujer la que escribió la frase. "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción". Virginia Woolf, naturalmente. El tiempo se encargó de convertir esas palabras en una especie de filosofía de vida, de necesidad imprescindible e incuestionable. ¿Qué se necesita para escribir? Un lápiz, un papel y una habitación propia, por supuesto. La necesidad de tener esa habitación propia, el trabajo que permita poseer las monedas necesarias para pagarla. La esencia de la frase se extiende también al resto de las mujeres, aunque no se dediquen al oficio de la escritura. La importancia de esa habitación propia para todo: para leer, para escribir, para pensar, para coser, para descansar, para contemplar el mundo desde su ventana, para dejar pasar las horas en silencio, para el sexo, solitario o compartido, con unos o con otras. Otra mujer, Simone de Beauvoir, algunos años más tarde, nos habló de ello en ese otro ensayo imprescindible, "El segundo sexo", donde, con sus lógicas particularidades, se sitúa a la mujer de igual a igual con el hombre. La postura es clara: la mujer (sin tener que renunciar a ello) es algo más que madre, hija y esposa. Y el recorrido es amplio: la infancia, la edad adulta, la vejez. Y la iniciación sexual de la mujer y la sexualidad en sí misma, casi siempre tan silenciada. Los tiempos han cambiado, por fortuna, pero conviene, como siempre, no olvidarlo. "No se nace mujer, se llega a serlo". No tenemos más que echar un vistazo a la literatura española para comprender esa mítica frase de la Beauvoir y los riquísimos matices que encierra. En 1989, la escritora Almudena Grandes ganó el Premio La Sonrisa Vertical y se dio a conocer con una novela, "Las edades de Lulú", donde la protagonista hacía con su cuerpo lo que le daba la gana sin ser juzgada por ello, cosa impensable unos pocos años atrás. Hoy, ese premio ya no existe. Y pienso que una de las lecturas que se pueden hacer sobre ello, sobre la desaparición de aquella colección de libros de tapas de color rosa que según el maestro Luis García Berlanga deberían leerse con una sola mano, es -precisamente- el hecho de que la represión que envolvió este país durante tantos y tantos años de dictadura ya ha empezado a remitir. Y que la posición de la mujer, por tanto, va adquiriendo -lentamente: eso sí- el lugar que le corresponde, más allá del objeto sexual, la caricatura o la imagen arquetípica. Muchas mujeres (y algunos hombres) contribuyeron a ello. La mujer que entra y que sale, que tiene una pareja y otra, que no depende económicamente de nadie, que practica sexo cuando y con quien le viene en gana, ya no se ve como algo extraño o negativo, ni se considera que esa mujer se trate de una degenerada, de una perdida o de una prostituta. Ah, esa palabra. A los que ya vamos teniendo unos años, nos basta con echar una vista atrás, a algunas de las escenas vividas a lo largo de la infancia o de la adolescencia, para comprobar la marginación que podían llegar a padecer las mujeres que no seguían la norma establecida, los cánones de la época. Los cuchicheos, las sonrisillas burlonas, la manera en que se juzgaban o reprobaban comportamientos que no se correspondían con los de la mayoría, con la figura de aquella mujer enclaustrada en una casa, con un marido (del que, en numerosas ocasiones, ni siquiera estaban enamoradas) y unos hijos. Han sido, como digo, muchas mujeres y hombres luchadores los que ayudaron a cambiar la perspectiva de las cosas. Y la evolución de los propios tiempos, evidentemente. La literatura, el cine, los medios de comunicación o, más cercano en el tiempo, la revolución que supuso Internet contribuyeron de forma decisiva a ello.
Recuerdo ahora, cuando Almodóvar, cuyo cine está repleto de toda clase de figuras femeninas, empezaba a salir a otros países con sus películas, las palabras de elogio por parte de profesionales de aquellos lugares sobre cómo quedaba plasmada en sus películas la evolución de la mujer española. Carmen Maura fue durante un tiempo la imagen de ese cambio, la mujer moderna, entendiéndose siempre la palabra moderna como algo positivo. La mujer reía o lloraba, sufría o gozaba, pero era ella misma, con todas las consecuencias que, por otro lado, eso lleva consigo. En una de las más gloriosas colaboraciones de Almodóvar con Maura, “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (una de las cintas más redondas del manchego: ni le falta ni le sobra ni un solo minuto), el personaje de Carmen, Pepa Marcos, al final de la película, decide asumir la maternidad en solitario, otro de los temas tabús de nuestra sociedad durante años. El cambio había sido brutal, desde luego. La mujer estaba en el mundo y era visible. Era algo más que una mera comparsa o acompañamiento de los personajes masculinos. O la figura, casi siempre desnuda sin venir a cuento y más bien muda, de las tremendas películas del llamado cine del destape.
Y, hablando de cine, no quiero olvidarme de las películas, tan reflexivas y literarias, de Pilar Miró, ni de la imagen de mujeres independientes que sus protagonistas (casi siempre en la piel de la fabulosa Mercedes Sampietro, álter ego de la propia Pilar) ofrecían. “El pájaro de la felicidad”, con guión de Mario Camus, alcanza, en este sentido, importantes cotas.
La generación literaria que surgió en los años ochenta del siglo pasado, un poco antes de que Almodóvar comenzase a pasear su cine por medio mundo, también veía las cosas de esa manera. La propia Almudena Grandes, Soledad Puértolas, Laura Freixas, Núria Amat, Enriqueta Antolín... Y no debemos olvidar a importantes escritoras de la generación anterior, como Josefina Aldecoa o Carmen Martín Gaite, cuyas protagonistas femeninas intentaban buscar nuevos aires, ya no se conformaban con la rigidez de aquellas normas establecidas. Martín Gaite, cuya obra se engrandece con el paso de los años, ganó el premio Nadal con una novela, "Entre visillos", que criticaba, precisamente, el ambiente cerrado y opresivo que se vivía entonces en los lugares pequeños, pueblos o ciudades de provincias, esas miradas que observaban y que juzgaban a través de los visillos. Esas miradas que tanto contribuían a hacer mucho más lento el avance de las mujeres, el verdadero avance que las situase en un lugar en el mundo, el suyo propio, con lápiz y papel y aquella habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf incluida.
Y ya termino. Y lo hago con la imagen de una mujer frente a un espejo, la de la escritora y académica Soledad Puértolas. O la de uno de los personajes de su último libro de relatos, “Compañeras de viaje”. Una mujer se contempla en ese espejo y reflexiona sobre la vida, sobre el paso del tiempo, sobre el peso que supone vivir, sobre la vejez y sobre sí misma. Los fantasmas, los parecidos con la madre, la mujer que fue, que quiso ser, que es. Una mujer dentro de la que hay numerosas mujeres. Todas necesarias, todas imprescindibles. Es un relato magistral que demuestra, por otro lado, que el espíritu de Virginia Woolf, en una habitación propia, delante de un espejo, sigue, afortunadamente, muy vivo.
Recuerdo ahora, cuando Almodóvar, cuyo cine está repleto de toda clase de figuras femeninas, empezaba a salir a otros países con sus películas, las palabras de elogio por parte de profesionales de aquellos lugares sobre cómo quedaba plasmada en sus películas la evolución de la mujer española. Carmen Maura fue durante un tiempo la imagen de ese cambio, la mujer moderna, entendiéndose siempre la palabra moderna como algo positivo. La mujer reía o lloraba, sufría o gozaba, pero era ella misma, con todas las consecuencias que, por otro lado, eso lleva consigo. En una de las más gloriosas colaboraciones de Almodóvar con Maura, “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (una de las cintas más redondas del manchego: ni le falta ni le sobra ni un solo minuto), el personaje de Carmen, Pepa Marcos, al final de la película, decide asumir la maternidad en solitario, otro de los temas tabús de nuestra sociedad durante años. El cambio había sido brutal, desde luego. La mujer estaba en el mundo y era visible. Era algo más que una mera comparsa o acompañamiento de los personajes masculinos. O la figura, casi siempre desnuda sin venir a cuento y más bien muda, de las tremendas películas del llamado cine del destape.
Y, hablando de cine, no quiero olvidarme de las películas, tan reflexivas y literarias, de Pilar Miró, ni de la imagen de mujeres independientes que sus protagonistas (casi siempre en la piel de la fabulosa Mercedes Sampietro, álter ego de la propia Pilar) ofrecían. “El pájaro de la felicidad”, con guión de Mario Camus, alcanza, en este sentido, importantes cotas.
La generación literaria que surgió en los años ochenta del siglo pasado, un poco antes de que Almodóvar comenzase a pasear su cine por medio mundo, también veía las cosas de esa manera. La propia Almudena Grandes, Soledad Puértolas, Laura Freixas, Núria Amat, Enriqueta Antolín... Y no debemos olvidar a importantes escritoras de la generación anterior, como Josefina Aldecoa o Carmen Martín Gaite, cuyas protagonistas femeninas intentaban buscar nuevos aires, ya no se conformaban con la rigidez de aquellas normas establecidas. Martín Gaite, cuya obra se engrandece con el paso de los años, ganó el premio Nadal con una novela, "Entre visillos", que criticaba, precisamente, el ambiente cerrado y opresivo que se vivía entonces en los lugares pequeños, pueblos o ciudades de provincias, esas miradas que observaban y que juzgaban a través de los visillos. Esas miradas que tanto contribuían a hacer mucho más lento el avance de las mujeres, el verdadero avance que las situase en un lugar en el mundo, el suyo propio, con lápiz y papel y aquella habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf incluida.
Y ya termino. Y lo hago con la imagen de una mujer frente a un espejo, la de la escritora y académica Soledad Puértolas. O la de uno de los personajes de su último libro de relatos, “Compañeras de viaje”. Una mujer se contempla en ese espejo y reflexiona sobre la vida, sobre el paso del tiempo, sobre el peso que supone vivir, sobre la vejez y sobre sí misma. Los fantasmas, los parecidos con la madre, la mujer que fue, que quiso ser, que es. Una mujer dentro de la que hay numerosas mujeres. Todas necesarias, todas imprescindibles. Es un relato magistral que demuestra, por otro lado, que el espíritu de Virginia Woolf, en una habitación propia, delante de un espejo, sigue, afortunadamente, muy vivo.
Qué complicado el universo femenino para plasmarlo de cualquier manera, sea como sea la forma en que se haga, seguirá siendo complicado.
ResponderEliminarMe encanta Almodovar precisamente porque su cine está lleno de mujeres complicadas, complicadas o sencillas, pero mujeres al fin...
Como ya expresé ayer, me siento bastante identificada con el escrito. Me gustaría resaltar lo bien expuesto que está y la bellísima manera que tienes de dibujar el paisaje femenino, destacando nombres propios de mujeres importantísimas, que a este lado del lector, nos resulta fácil encontrar matices autobiográficos de nosotras mismas.
ResponderEliminarSegún iba leyendo, venía a mi cabeza una película buenísima que a lo largo de toda la cinta, muestra la supervivencia femenina como una bandera a seguir: Buda explotó por vergüenza, dirigida por Hana Makhmalbaf. merece la pena.
Ovidio, amigo, de las cosas grandes que tienes, una de ellas es que siempre habrá alguien a este lado del extraño viaje.
Un beso