sábado, 10 de diciembre de 2011

Absurdas y divinas

El magnetismo de Isabel Preysler se dio a conocer prácticamente al mismo tiempo que ella misma. Con el cantante, con el marqués, con el ministro. En la España de los ochenta, de los noventa, del dos mil y del dos mil diez. O eso decían quienes estaban cerca de ella. Artistas y literatos así lo glosaban. ¿Qué vendía? Glamour, elegancia, sofisticación... Nada, en realidad. O a sí misma, para ser exactos. Lo que, bien mirado, no está mal. Lista que es la chica. No hacía falta recurrir al Hola para seguir sus pasos. En cualquier periódico, a cualquier hora, podías conocer sus movimientos. Con su familia, con el príncipe Carlos o con el mismísimo George Clooney. Comprando en no sé qué tienda o inaugurando una para las que vende su imagen. Así, la otra tarde, a las afueras de Oviedo. Nos llaman unas amigas que tienen una destacada empresa en la ciudad y nos dicen que si nos apetece ir con ellas a este evento de tan destacada magnitud y para el que había tortas por una invitación. Como nos reímos mucho con su ironía y en esta ciudad no hay nada interesante que hacer un viernes por la tarde más allá de beber decimos que sí. Y ahí estamos, esperando por la diva. La cita era a las ocho y ella aparece más de cincuenta minutos tarde. No es Elizabeth Taylor, no es Jessica Lange, no es George Clooney, pero esperamos. La risa, el vino (delicioso) y la salvaje ironía de nuestras amigas, ayudan. Cerca de las nueve, llegan tres de sus hijos, haciendo muy bien su papel: sonrisas y más sonrisas y cercanía con el público asistente. Su dominio de la escena es claro. Al poco tiempo, aparece ella. O los restos de lo que fue, deberíamos decir. Una especie de caricatura de sí misma, de aquella imagen que aparecía en periódicos y revistas. Ah, los años, que no pasan en balde, ya se sabe. Incluso la ropa que lleva parece vieja, anticuada, demodé, como si, al hilo de la crisis y de que regresan con fuerza los ochenta, hubiese sacado del armario todos los trapos de aquella época. La gente se vuelve loca (literalmente) y se agolpa a su alrededor llamándola por su nombre e intentando hacerse una foto con ella a su paso. ¿Qué vende esta mujer, que no es Elizabeth Taylor ni Jessica Lange, que no ha aportado nada al mundo del arte en toda su vida? Y sin embargo... Sin embargo, ahí está, ganándose las lentejas sin hacer nada, absolutamente nada. Me quito, no obstante, el sombrero ante ese hecho: vivir estupendamente sin hacer nada. Qué más quisiéramos. Llenarlo todo con humo y con un encanto que, pese a todo lo que hemos leído sobre él, no vemos por ningún lado. Eso no deja de ser inteligencia, desde luego. Hay que reconocerlo, le pese a quien le pese. Llegan, hacen su papel (sonrisas y más sonrisas, escuetas palabras, estudiada cercanía con el público), que incluye un paseíllo por la tienda en cuestión, y se van. Eso es todo. Ni media hora conceden a su público. Es suficiente. Sí, quizá lo sea para mantener la leyenda. La que ella misma se ha creado y la que, ahora, quiere traspasar, como la herencia más importante, a sus hijos. La nada cotizándose al precio del oro. No es poca cosa. En la España de los ochenta y en la de hoy mismo. Qué país.

4 comentarios:

  1. Ciertamente no deja de ser admirable, e incluso para algun@s, envidiable.

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  2. Leyéndote, es fácil verse entre la multitud aguardando la oportunidad de hacerse una foto u obtener un saludo. ¡Qué cosas! Manar en la abundancia son hacer nada.
    Como siempre, amigo, relato redondo. Te felicito.
    Beso

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  3. Muy bueno, vender humo, al final ojalá tuvieramos algunos más esa capacidad para venderlo.

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