Estoy sentado en una de las salas de espera de la residencia, esperando, junto a mi madre, el resultado de unos análisis que le hiceron días atrás. Ahí, en esa sala de espera, tan vieja y decadente y abarrotada de gente como todas las que nos hemos ido encontrando hasta llegar hasta esta sexta planta, es donde una enfermera con voz bronca, el pelo alborotado de no haber visto el peine en las dos últimas mañanas y cara de pocos amigos nos indicó que aguardásemos hasta que llegase nuestro turno y dijesen el nombre de mi madre por unos altavoces completamente destartalados y cubiertos con ese polvo que, por mucho que se limpie, es imposible de borrar. Pasa el tiempo y por esos altavoces no se oye el nombre de mi madre ni el de ninguna de las personas que tengo delante de mis ojos. Personas cansadas y con caras de sueño o de sufrimiento que hojean el periódico con desgana o miran con cierto recelo al que tienen enfrente. Ante esta situación, decidimos abandonar la sala y esperar delante de la puerta donde tenemos la cita. Al poco rato, llega una mujer y nos pregunta si estamos esperando para la consulta del doctor J., el médico que tiene que ver a mi madre. Asentimos. Le decimos que estamos un tanto desconcertados ante la situación. Nos cuenta que ella ya es veterana en este sitio y que aquí las cosas no funcionan igual que en otras plantas o en otras consultas. No importa que tengas hora concertada desde hace tiempo. Lo que hay que hacer -relata- es esperar aquí y nada más que veas al médico abalanzarte sobre él y decirle que vienes a verle, que si puedes pasar. El que primero llega y lo aborda, entra. Hay gente -prosigue- que respeta los turnos, la mayoría; otra, no: esta última no tiene pudor por colarse, por decir que llevan horas esperando aunque acaben de llegar, etcétera. La picaresca de siempre, la falta de escrúpulos de algunos, la ley del más fuerte, del más descarado o del más grosero. A veces, dice, se producen aunténticos enfrentamientos, pero nadie hace nada. Los más mayores, los hombres, añade, son los peores: cuidado con ese que viene por ahí con una muleta, aconseja, es capaz de darte con ella si te entrometes en su camino. Así están las cosas. Le damos las gracias y nos preparamos para el ataque. La situación (las instalaciones de ese edificio tan antiguo, donde mi hermana y yo nacimos, contribuyen a ello) me recuerda a alguna otra vista en películas que reflejan las problemáticas de países sin desarrollar o a los años oscuros del franquismo. A la desazón que produce siempre ir al médico, debemos añadir la intranquilidad de este esperpéntico modo de aguardar tu turno. Ahí estamos, mi madre agarrándose con fuerza de mi brazo (su enfermedad reumática le impide estar demasiado tiempo de pie, sin moverse), delante de la puerta del doctor J., esperando. Como en la propia vida: siempre esperando que pasen cosas. Qué cansino todo. Pienso en todas las veces que mi madre nos acompañó a los médicos. Pero quiero evadirme y borro de mi mente esos pensamientos, los de las consultas médicas, y decido pensar en otras cosas. En algo positivo. Y recuerdo todas esas películas y obras de teatro que vimos juntos, los veranos en el sur, las comidas, los paseos, las charlas, las compras, las fiestas y las risas que compartimos. Toda esa complicidad. La que nos queda por compartir. Mi madre, sesenta y dos años. Su fragilidad y su fuerza. De pronto, más de una hora más tarde de la concertada, noto que su mano, siempre helada, ya no está apoyada en mi brazo, que el perfume suave que utiliza va dejando un rastro, entre su cuerpo y el mío, mientras se aleja. Ha visto al doctor J., se dirige a él y, con su voz pausada, nos dice que sí, que podemos entrar en la consulta. Y entramos.
Ay Ovidio que mal cuerpo nos dejas. Espero que todo haya ido bien. Un abrazo
ResponderEliminarPero sí hubo algo positivo.Esos recuerdos estupendos...Deseo que tu mamá se mejore día con día.Un saludote.
ResponderEliminarEste país no tiene arreglo ni lo tendrá nunca.
ResponderEliminarparece que caminamos hacia atrás como un cangrejo cadencioso y torpe, desorientado fuera del agua batida
ResponderEliminaraquí en Catalunya la situación es realmente angustiosa y francamente desquiciante, no cesan de cerrar centros de atención primaria y de recortar servicios de urgencia y similares
una muy buena y generosa amiga se leyó El extraño viaje entero (se lo recomendé yo) en una espera en el Hospital de San Pau
Montse Grimau
La verdad es que ocurren cosas muy raras en la sanidad pública: para mi lo peor es la situación de abandono que se siente en las salas de espera, sola esperando que te llamen (yo soy de las que prefiero pasarlo mal sola) la falta de intimidad (hay gente en esas salas de espera que están esperando por resultados importantes) y también la actitud tan extraña de la gente que no respeta la reserva de los demás y, o bien, te pregunta por tus motivos para estar allí o bien te cuenta sus miserias extendiéndose más de la cuenta. Pero mala, mala también es la medicina privada, porque aunque pagas también te hacen esperar eternamente.... y yo eso, sinceramente no lo entiendo
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