Estamos en el jardín que tiene la casa de Marian en Sevares. Es un lugar idílico, nada ostentoso, a medio camino entre una casita de indianos y una de las muchas que pintó Hopper en sus cuadros. Se va acercando el final del verano y se nota. Pese al sol, una brisa constante mueve las hojas de los árboles. Esa misma brisa que hará que dentro de unas semanas no podamos estar así, sin chaqueta o cualquier otra prenda de abrigo. Marian entra y sale de la casa, preparando los aperitivos, pendiente en todo momento de que nuestras copas de vino estén llenas. (Es una estupenda anfitriona, una de las mejores que conozco: no puedo con esa gente que te invita a su casa y tienes que estar reclamando constantemente un poco más de vino). Luis, su marido, se está bañando en la piscina, haciendo largos con estilo de un lado a otro, después de pasarse buena parte de la mañana limpiándola. Los dos hacen un buen equipo. La complicidad entre una pareja es una de esas cosas que no se pueden ocultar ni forzar: la hay o no la hay, y punto. Es el segundo matrimonio de ambos y han logrado algo nada fácil: formar una nueva familia, con los hijos de uno y de la otra. Una de esas familias que la jerarquía de la iglesia católica no ve con buenos ojos. Menos mal que la sociedad, incluso la creyente, va siempre por delante de las arcaicas y cansinas opiniones de estas personas, de la absurda radicalidad que otorgan a todo lo que se sale de su norma. Es la suya, como la de tantas otras personas en similares situaciones, le pese a quien le pese, una familia feliz. O que intenta serlo cada día. Avanzar, avanzar, avanzar. Sobreponiéndose a los traspiés, celebrando lo que haya que celebrar, apoyándose mutuamente. Siempre hacia delante. Qué remedio.
Pero volvamos al jardín. Estamos esperando la llegada de más amigos. Íñigo está leyendo el periódico y yo, en uno de los suplementos, una entrevista con Antonio Banderas: "No me imagino sin Melanie". El aire agita las hojas del periódico y el sol calienta deliciosamente los huesos cuando la mano abandona la sombra para beber otro sorbo de ese espléndido Ribera del Duero. A lo lejos, el paisaje asturiano es aún más verde si cabe gracias a las intensas lluvias de este verano. Mi mirada se queda detenida ahí, en la frondosidad de ese paisaje. Recuerdo, de pronto, los veranos en la casa de mis abuelos paternos, las largas sobremesas bajo la frondosa higuera que se elevaba delante de aquella casa pintada de amarillo, las conversaciones de las mujeres, el olor del café de pota que provenía de la cocina, los pequeños higos que se podían comer a pocos días de entrar en un nuevo otoño, los primeros descubrimientos, las primeras lecturas. Algún día, decimos, tendremos un lugar como este, como aquel, la casa pintada de amarillo de mi infancia, la higuera frondosa, las sobremesas que se enredaban -sin que nos diésemos cuenta- con la hora de la cena. Pero hoy, si pudiésemos elegir, no cambiaríamos este momento, en este jardín, con estos amigos, por ninguna otra cosa del mundo. Hoy, en este instante, no existen los problemas. Ningún problema. Ahí viene Marian de nuevo, con su andar inquieto y elegante (esos andares que también están en su madre, estupenda señora a la que hoy echamos de menos por aquí), dejando un montón de platos con comida encima de la mesa, un beso en el aire, el sosiego de los años, la complicidad silenciosa que hay en esas amistades que sobreviven a todas las batallas, al paso del tiempo y sus circunstancias.
Pero volvamos al jardín. Estamos esperando la llegada de más amigos. Íñigo está leyendo el periódico y yo, en uno de los suplementos, una entrevista con Antonio Banderas: "No me imagino sin Melanie". El aire agita las hojas del periódico y el sol calienta deliciosamente los huesos cuando la mano abandona la sombra para beber otro sorbo de ese espléndido Ribera del Duero. A lo lejos, el paisaje asturiano es aún más verde si cabe gracias a las intensas lluvias de este verano. Mi mirada se queda detenida ahí, en la frondosidad de ese paisaje. Recuerdo, de pronto, los veranos en la casa de mis abuelos paternos, las largas sobremesas bajo la frondosa higuera que se elevaba delante de aquella casa pintada de amarillo, las conversaciones de las mujeres, el olor del café de pota que provenía de la cocina, los pequeños higos que se podían comer a pocos días de entrar en un nuevo otoño, los primeros descubrimientos, las primeras lecturas. Algún día, decimos, tendremos un lugar como este, como aquel, la casa pintada de amarillo de mi infancia, la higuera frondosa, las sobremesas que se enredaban -sin que nos diésemos cuenta- con la hora de la cena. Pero hoy, si pudiésemos elegir, no cambiaríamos este momento, en este jardín, con estos amigos, por ninguna otra cosa del mundo. Hoy, en este instante, no existen los problemas. Ningún problema. Ahí viene Marian de nuevo, con su andar inquieto y elegante (esos andares que también están en su madre, estupenda señora a la que hoy echamos de menos por aquí), dejando un montón de platos con comida encima de la mesa, un beso en el aire, el sosiego de los años, la complicidad silenciosa que hay en esas amistades que sobreviven a todas las batallas, al paso del tiempo y sus circunstancias.
Creo que conozco a Marián, sería una casualidad tremenda... pero de esas casualidades está llena la vida... tengo que ponerme al día con tu blog, ayer he leido los anteriores post y todos me sugieren algo. Es lo malo de las vacaciones que tienes que hay que retomar las buenas costumbres y a veces da pereza...
ResponderEliminar¡Cuánto tenemos que agradacer con el corazón abierto cada uno de nosotros a nuestras "Marianes"!
ResponderEliminarCreo que a una le faltaría una parte importante de la vida si ese amigo sincero que nos lleva inivitando a su casa desde hace decenas de gustosos y dulces años.
Yo tengo presente casi todos los días las tardes de domingo en una casa del Garraf, mientras las botellas vidriadas de Priorat se iban quedando vacías (lo siento por el Rioja) y sentiro el espíritu generoso de mis amigos, deleitarme en lo suculento las viandas e intentar no repetir...para al final acabar diciendo siempre, a mi dame dos
Montse Grimau
hummmmm! Priorat, fantástica denominación de origen, despiertan mis sentidos tan tempranito... jejeje Hay mucha gente por aquí con la que compartir un buen vino... o una cerveza helada como tantas veces nos recuerda nuestro querido Ovidio. Por cierto ¿cuándo presentas "Ventanas compartidas"?
ResponderEliminarGracias, chicas. "Ventanas compartidas" se presenta el 3 de noviembre en el Club de Prensa de La Nueva España, a las 20 horas.
ResponderEliminarOvidio Parades
Allí estaré, sin Lola, pero estaré, con el libro para que me lo firmes. Por cierto, esa Nancy negra que sale en el video de presentación me encantaaaaaaaaaaa
ResponderEliminarpues si consiguiera cambiar un par de cosas en Barcelona, me iría ese jueves 3 a Oviedo para después conocer Gijón, que tengo muchísimas ganas, tanto como de conocer a Ovidio
ResponderEliminara ver si no se vuelven a torcer las cosas
Montse Grimau
Las higueras de la infancia.En casa de mis abuelos también había dos higueras.Ese olor que tenían y la frescura de sus sombras...Qué bueno que ese día con tus amistades haya sido tan estupendo...Olvídate de la IC y sus míseros dirigentes..."Carpe diem".
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