Una tarde de sábado de mediados de septiembre. El sol va y viene, dejando en el horizonte desiguales líneas anaranjadas. Las dos mujeres caminan por el bosque cercano a la casa de una de ellas, la mayor. Son madre e hija. Una acaba de cumplir ochenta años, la otra tiene treinta años menos. El sonido de las aguas del riachuelo, el de las hojas secas que van removiendo con sus botas a su paso y el de los aislados ladridos del viejo Pipo son los únicos que se pueden escuchar. A veces, la hija rompe el silencio para contarle a la madre alguna historia de su vida cotidiana: de los hijos, del marido, del trabajo, de Laura, aquella amiga que conoció en la universidad de letras y que a la madre, cuando venía al pueblo con ella casi todos los fines de semana de aquellos lejanos veranos, tan bien le caía. ¿Sabes que Laura va a ser abuela para la primavera, que cada día despiden a una o dos personas en la oficina, que Arturo sigue con esa famosa dieta y ha bajado ya cinco kilos y medio, que los críos pasarán este año la Navidad en Londres? La madre, agarrada del brazo de su hija, no dice nada. Apenas dice nada. Lleva dos años así, perdida en su propio mundo, entre sombras y silencios, sin memoria. Ese mundo del que no sabemos demasiadas cosas. Sólo la ternura, la angustia y el desconcierto que nos inspira. Algunas noches, antes de acostar a la madre, la hija le muestra fotografías del padre, de ella y de su hermana cuando eran pequeñas. Al principio, la madre ponía el dedo sobre los rostros, deslizaba suavemente la mano por el papel y reconocía a su marido y a sus hijas, sobre todo en las fotografías en las que el marido aún era joven y las hijas dos niñas rollizas de largas melenas. Ahora ya no reconoce a nadie: ni al marido ni a las hijas. Si le enseñan una de aquellas fotografías muestra el mismo interés que si le ponen delante un folio en blanco o un plato vacío. Ya no llora, como hacía antes, al comienzo de este tramo de su vida, el de la enfermedad, cuando escuchaba una música melancólica por la radio, veía la lluvia deslizarse por los cristales de la ventana de la cocina o la hija le preparaba natillas con canela o manzanas asadas al horno, sus postres preferidos desde siempre. Ya no. Hace tiempo que no expresa emoción por nada. Eso es lo que más daño le hace a la hija, claro. Siempre está la duda, la incógnita: ¿qué seremos para ella?, ¿sombras extrañas, fantasmas que pasean sin sentido por su lado, unos completos desconocidos? A ratos, la hija piensa que es una egoísta. No puede evitarlo. Pese a ver así a su madre, a saber que nunca habrá vuelta atrás, que el tiempo no le devolverá aquella madre alegre, dinámica, dicharachera, cariñosa y muy activa que era en el pasado, no quiere que se vaya. Quiere volver a esa casa, la del pueblo, la de su infancia, todos los fines de semana, pasear con ella por el bosque, cerca del riachuelo, sentir su presencia y su calor, abrazarla, arroparla por las noches, aspirar el olor de su piel, el olor de la madre, y que no desaparezca jamás de su memoria. Quiere recordarla como entonces: trajinando de un lado a otro, subiendo y bajando las escaleras del hórreo, recogiendo los huevos del gallinero, ordeñando las vacas, trabajando la huerta, cogiendo ciruelas o higos, según fuese la época del año.
Las luces anaranjadas del cielo se van oscureciendo. Es hora de regresar y preparar la cena. La hija le pregunta a la madre si tiene hambre y la madre asiente con la cabeza y sonríe. De pronto, cerca ya de la casa (Arturo, limpiando aún el coche, las saluda con la mano), mientras la hija le abrocha todos los botones de la gruesa chaqueta de lana que lleva puesta y que ella misma tejió en el pasado, la madre le aparta con sus manos arrugadas y llenas de manchas oscuras el pelo que le cae sobre la cara y le dice: Tú y yo tenemos algo que ver, ¿verdad?
Las luces anaranjadas del cielo se van oscureciendo. Es hora de regresar y preparar la cena. La hija le pregunta a la madre si tiene hambre y la madre asiente con la cabeza y sonríe. De pronto, cerca ya de la casa (Arturo, limpiando aún el coche, las saluda con la mano), mientras la hija le abrocha todos los botones de la gruesa chaqueta de lana que lleva puesta y que ella misma tejió en el pasado, la madre le aparta con sus manos arrugadas y llenas de manchas oscuras el pelo que le cae sobre la cara y le dice: Tú y yo tenemos algo que ver, ¿verdad?
Sin palabras.Pudiera pensarse que lo que le sucede a la hija es una desgracia.Yo estimo que no.Quizás en otras circunstancias-sin la terrible enfermedad-jamás se hubiera producido esa cercanía;ese "estar alerta constante"pendiente de un recuerdo,una sonrisa,una caricia.Suena cruel,sin embargo creo que el disfrute de la madre en estos últimos tramos de la vida,puede que se esté produciendo de una forma más especial e íntima.Obviamente existe un innegable lado muy negativo,pero la compensación puede ser muy enriquecedora para la hija que ahora sufre esta vicisitud inesperada.¿Quién pude decir que la atención que damos a nuestros mayores sea,aproximada siquiera,a la que dispensa esta mujer?No estoy por desearle mal a nadie,pero sí de sacar lo positivo de las situaciones más adversas.
ResponderEliminarUn saludote Ovidio.
Tan bello como demoledor.
ResponderEliminarSobran las palabras.
¡Qué sensibilidad tienes Ovidio!
Maravilloso, emocionante, brillante
ResponderEliminarEstupendo como siempre
ResponderEliminarOvidio, me parece una preciosidad la publicación de hoy, tan tan tan conmovedora, mi madre afortunadamente me reconoce pero la pobre está tan delicada...
ResponderEliminar¡Qué ganas de que llegue el día de la presentación del libro! ¿Habrá sitio seguro para tanta gente que va a ir? Yo por si acaso iré pronto para coger sitio.
Un saludo
Greta
PD: Tita, qué atrevida, qué manera de abusar de la paciencia de este señor, ya te regañaré cuando hable contigo.
Ovidio como siempre de lujo. Es un placer leerte cada mañana. Ahora me gustaría mandar un mensaje a Noriko: si quieres puedes quedarte en mi casa el día de la presentación, aunque tengo algunos años mas que tu mis amigos dicen q a penas aparento 30...
ResponderEliminarRosa Nuñez
Extraño universo de seres habita este blog... dentro y fuera de los relatos de Ovidio... extraño y maravilloso... con sombras a veces y con luces otras. Intentaba ser disciplinado, leer el blog a diario y tal vez comentar algo... y de repente no recuerdo los últimos días, olvidados tres olvidados todos. El motivo de mi asepsia es bien diferente del de la protagonista del relato. Pero me recuerda tanto a mi abuela, también trabajaba en una granja de pollos. Y ahora es domingo y no sé como comenzará la semana mañana. Me gustaría pensar que habrá un nuevo relato ¿o no? por si acaso no leeré todavía el post de ayer. Quizás lo necesite más mañana
ResponderEliminarOvidio hoy me ha parecido muy difícil de entender, he tenido que leerlo varias veces para poder comprender lo que sucedía a esta pobre gente. Creo que eres una persona muy sensible y que esas señoras deben estar orgullosas de que alguien como tu plasme también una realidad.
ResponderEliminarUn saludo desde Marbella.
Estoy con la anterior lectora de Ovidio, Ana cañas, acostumbrada a las creaciones de otros días, esta de hoy me ha resultado muy compleja de comprender. No tengo claro si la señora que sufre la enfermedad de la memoria se queda sola de lunes a viernes en el pueblo o no, y espero que no dejen ahí a esa pobrecita abuela, mi mama tiene esta enfermedad y no la dejamos ni un momentito sola. ay, Ovidio, que talentoso eres y que lindo lo haces todo todos los días que facilidad de artista tienes. Besitos y gracias. Y mucha mejoría para esta señora familiar tuya y para todos las sombras.
ResponderEliminarAyer soñé con vacas, horreos, higos, patos, gallinas, huevos, patatas, nabos, burros, maiz, chorizos, morcillas … soñé que volvía a mi niñez, a Las Tabiernas, con sus olores, con sus sabores, con su luz... pero eso es imposible, todo se redujo a la nada, a causa de la enfermedad de mi abuela. Su locura la llevó a quemar la casa, la cuadra, el horreo… en fin lo poco que teníamos. Creo que ese acontecimiento marcó mi vida, llevándome al estudio del cerebro humano y su degeneración. Hoy mi casa de la playa lleva con orgullo el nombre de mi abuela: Herminia.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte, y enhorabuena por este blog tan necesario a la par que bello.
Ovidio eres un gran nieto, hijo, hermano, marido, padre, amigo y también un gran escritor, estoy seguro de todo pero de lo que mas es de que eres un escritor como la copa de un pino. Enhorabuena por todo el éxito que estas cosechando!
ResponderEliminarDespués de leer este expléndido relato, cierro a los ojos y vienen a mi evocadores recuerdos, el olor a patata recien extraida de la humeda tierra de la abuela Menchu, la leche recien ordeñada de tío Patricio, el olor a marisco que nos traian nuestros primos Xuan y Matilde de la mariña todos los domingos, el pan recien hecho de Honorato, las trufas que nunca encontraron Angelón y su cerdo Mixu… ¡¡que de recuerdos!!, ya han pasado tantos años que tengo miedo a perderlos para siempre , cada día se desdibujan un poco mas. Es triste que todo al final llegue a ser una sombra. Cada familia debería tener un cronista, para evitar que nada se perdiera. En tu familia tenéis el mejor.
ResponderEliminarSe me ha puesto la piel de gallina al leer tan brutal retrato.
ResponderEliminarMucha suerte.