miércoles, 23 de marzo de 2011

Amabilidad y educación

Cuando tenía nueve años ya sabía que quería ser escritor. Caminaba, de la mano de mi madre, por los alrededores de nuestra casa y lo observaba todo detenidamente. Los movimientos, los saludos ligeros y fugaces, las largas conversaciones y los gestos de las personas, sobretodo de ellas, de las mujeres. Por su tono de voz sabía perfectamente el estado de ánimo o el tipo de conversación que mantendrían unas con otras. Si estaban alegres o tristes, de buen humor o enfadadas, si habían discutido con sus maridos, si tenían ganas de seguir el hilo de una charla o si, como en el caso de las dueñas de algunas de las tiendas que frecuentábamos, lo hacían básicamente porque eso, dar conversación a las clientas, formaba parte de su trabajo. A algunas se les veía mucho el plumero; otras, lo hacían con maestría y profesionalidad, incluso con cariño, cordialidad y cercanía. Había unas terceras que no lo hacían ni de un modo ni de otro, que se limitaban a realizar su cometido: pesar la fruta, despachar el pan, cortar la carne, limpiar el pescado. Pronto supe que esas tiendas tenían unos productos de primera calidad: por eso, y no por la amabilidad, era por lo que la gente iba a hacer allí sus compras. Mi madre, también. Así se encargaban de decirlo las mujeres cuando ya salían a la calle, en corrillos donde disfrutaban de la charla que no habían podido mantener dentro del local. Qué seca es esta mujer, ¿has visto qué cara me ha puesto cuando le dije que el pimiento estaba un poco machacado por un lado?, ¡parecemos tontas viniendo hasta aquí! Eran algunos de sus comentarios. Si aparecía otra tienda donde la amabilidad de los dueños y la calidad de los productos igualaba al de los otros locales, la clientela se iba con ellos. Las mujeres, la mayoría, eran así. Iban donde se encontraban a gusto, donde hallaban complicidades. Punto. No lo hacían con disimulo, no tenían por qué hacerlo. Eran muy libres de hacer lo que se les antojase con su dinero. Me encantaba esa naturalidad. Ya entonces la admiraba. Y pronto aprendí de ella. Pasar mucho tiempo con las mujeres siempre trae cosas buenas y prácticas. Enseguida llevé a cabo la lección aprendida: cuando no estoy a gusto en un sitio, me voy. Así de sencillo. No hay por qué dar demasiadas explicaciones. Cada cual que saque sus propias conclusiones. El mundo está lleno de posibilidades. Ya irán apareciendo. Ya están ahí. La vida es un constante toma y daca. No se puede estar esperando recibir constantemente. ¿A cuento de qué?. Para recibir, también hay que ofrecer. Nada es gratuito. En la amistad, en el amor, dentro de la familia, con los vecinos o en cualquier tipo de relación que podamos mantener unas personas con otras. También en los trabajos o en los bares y tiendas que frecuentamos. Esta ciudad y sus locales, en este sentido (como en tantos otros), cada vez dejan más que desear. Se están perdiendo muchas formas que considero absolutamente básicas. Imprescindibles. Durante todos los años que trabajé cara al público bien conocía esa lección. No era del tipo de librero que ponía mala cara si me decían que un libro estaba un poco doblado por un borde o manchado en el otro. Ni, mucho menos, dejaba marchar a un cliente. Más bien al contrario. Un cliente siempre me traía a otro. Y ése, a otro más. Casi diez años en esos trabajos cara al público me avalan. La amabilidad y la educación, ay, qué piezas tan fundamentales para relacionarnos. Quien se olvide de la una o de la otra, está perdido conmigo. Soy inflexible. Una sonrisa, un detalle, una palabra o un gesto amable llegado el caso: basta con eso. Con eso es suficiente, sí. No hace falta más, pero tampoco menos.

1 comentario:

  1. ¡cuánta razón tienes! se ha perdido la amabilidad, en los bares, en las tiendas, entre los amigos, reconforta encontrar estas llamadas de atención sobre las buenas maneras que se van perdiendo

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