No es habitual ver a un hombre llorar en público. Menos aún, en plena calle. Ayer, enfrente de mi casa, sentado en un banco, había un hombre que lo hacía, que lloraba desconsoladamente. Era una imagen extraña e impactante. Las calles completamente vacías, los negocios cerrados, el cielo amenazando lluvia, muy encapotado. Un domingo triste de invierno. Un domingo como casi todos los domingos. Y aquel hombre, rondando los cincuenta años, sentado en el banco, con una vieja bolsa de deporte a su lado, llorando sin cesar. ¿Qué le ocurriría? ¿Cuál sería el motivo de ese llanto desesperado? ¿Habría perdido su casa, su empleo, a su familia, a sus amigos? No lo sabemos. Vestía ropas sencillas, ciertamente desgastadas, pero su imagen era pulcra, aseada. La barba bien recortada, el pelo limpio, los zapatos brillantes. La imagen de un hombre que tiene problemas, podría ser. Escaso dinero en los bolsillos, alguna enfermedad rondándole. ¿Acaso en aquella vieja bolsa de deporte azul marino -la marca, Adidas, casi había desaparecido por completo- estaban todas sus pertenencias? Pudiera ser también. Al verme salir del portal (las miradas se encontraron durante unos instantes), cubrió su rostro con las manos, con las dos, pero el llanto seguía siendo igual de desesperado y sonoro. El único sonido que rompía el silencio de la calle desierta. La única persona que me encontré en un buen trecho. Según me iba alejando de él, recordé a un tipo similar. Pudieran llegar a parecerse, incluso físicamente. Estábamos en San Francisco, alrededor del mediodía, un sábado por la mañana, pronto hará un año. Cerca de un mercadillo callejero (frutas, cuadros, muñecos, artesanía variada: de todo había allí), un hombre pedía limosna con un platillo a sus pies. Su llanto no era sonoro. Tenía los ojos húmedos, la mirada más triste que había visto en mucho tiempo. A su lado, un gato enorme, atado con una correa, bebía agua de un pequeño cuenco. La correa estaba atada a la muñeca del hombre, que le acariciaba constantemente el lomo. Estaba absorto en sus pensamientos, como si no hubiese nadie más en el mundo o no le importase lo más mínimo. Ni siquiera cuando alguien le dejaba una moneda en aquel platillo abandonaba su mundo. Posiblemente, los recuerdos que le venían a la cabeza eran los que le hacían llorar. Sólo él sabía de qué se trataban.
Dos hombres. Dos ciudades diferentes. ¿El mismo llanto? ¿Las mismas causas? Quién sabe.
Dos hombres. Dos ciudades diferentes. ¿El mismo llanto? ¿Las mismas causas? Quién sabe.
Una depresión endógena de grado profundo puede hacer llorar a un hombre en público. Puede llegar a hacerlo incluso intensamente.Es más,puede hacerle llorar en público,con gran intensidad y sin ningún motivo...
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