domingo, 13 de marzo de 2011

Fragmentos de interior

Hay ciertos acontecimientos en la vida de las personas comunes y corrientes que marcan decisivamente el resto de los años que les quedan por delante. La muerte de un hijo, de un padre, de una madre, de un amigo o de un hermano, la pérdida inesperada de un amor o un fuerte desamor no del todo asimilado. En la vida de los escritores, lógicamente, sucede lo mismo. A veces, los escritores utilizan las palabras para ahuyentar ese abismo, ese vacío, y los miedos y las inseguridades que siempre los acompañan. Toda esa intensa fragilidad. Es un juego peligroso, sin duda. No todo el mundo sale airoso del empeño. Hay que ser un gran escritor, tener abundantes tablas y talento, para mantener ese equilibrio. Ese equilibrio -imprescindible, importantísimo- que puede separar lo sublime de lo ridículo en un veloz abrir y cerrar de ojos. Ya se sabe que no es sencillo escribir desde el dolor, desde la rabia o la desesperación, con los sentimientos aún a flor de piel y los recuerdos (toda clase de recuerdos: un torrente embarullado y entremezclado de recuerdos) acechando, sigilosos, a escasos pasos. Es mejor dejar pasar el tiempo, que las aguas vuelvan a su cauce, que retorne la rutina y con ella, con el quehacer cotidiano, intentar que, poco a poco, ese dolor se vaya diluyendo en los nuevos acontecimientos, en las nuevas batallas que vayan surgiendo con el devenir de los días. Pienso en todo esto al terminar de releer la nueva y extraordinaria novela de Elvira Lindo, "Lo que me queda por vivir", en la historia de esa mujer, Antonia, ocurrida en el Madrid de los años ochenta, tan parecida a la de la propia autora, perdida, desconcertada, desconcertada, dolorida, tras una ruptura amorosa. Y cómo esa mujer tira hacia delante -avanzando, avanzando, avanzando- con la compañía de su pequeño hijo. Madre e hijo agarrándose con fuerza. Está contada de una manera desnuda, despojada de todo artificio. Se lee conteniendo la emoción, respirando -finalmente- con alivio y con la esperanza de que, como dice el bolero de Omara Portuondo que le da título, después de los malos momentos ya sólo aparezcan las sonrisas por todos los años que le queden por vivir. Escribir sobre lo íntimo (sin necesidad de adentrarse en los territorios más pantanosos, más tristes o más dolorosos) está en la tradición de los mejores narradores americanos. Truman Capote escribió, basándose en sus recuerdos de infancia -importantes fragmentos de interior que van adquiriendo mayor relevancia según se van cumpliendo años y acumulando experiencias-, algunas de las páginas más memorables de la literatura americana. Y ya en plena decadencia, hablando de sí mismo y de muchas de las personas que le rodeaban, logró textos sublimes en "Música para camaleones", donde demuestra que la verdadera genialidad es siempre superior a la decadencia, que no hay drogas, ni alcoholes, ni noches interminables que logren aniquilar por completo el talento con mayúsculas. Philip Roth, Saúl Bellow, Grace Paley o Alice Munro (aparte del propio Capote) son fuentes de las que Elvira Lindo también ha bebido con gozo y sabiduría. Alice Munro, con su certera prosa narra puntillosamente desde acontecimientos muy personales y consigue elevar lo particular a universal. "La vista desde Castle Rock", donde repasa la vida de su familia, desde sus antepasados hasta el momento presente, es, quizá, el ejemplo más destacado a este respecto, pero no el único. Otra gran narradora y admiradora confesa de la canadiense Alice Munro es la recién nombrada académica de la lengua Soledad Puértolas. La mayoría de su obra se mueve por el terrero de lo íntimo y personal. "Una vida inesperada", una de sus mejores novelas, o "Con mi madre", sincero y estremecedor texto que escribió tras la muerte de su madre, son buena prueba de ello. Palabras mayores, las de esta última narración, escritas desde el dolor causado por la pérdida de la madre, despojadas de toda floritura y aderezo, cortantes como ese mismo dolor que está ahí, palpitando, muy afilado y muy vivo, y que sólo el tiempo logrará apaciguar. El tiempo y las palabras que se escriben. Así lo narra Puértolas al comienzo del relato: "Mi madre murió el 26 de enero de 1999. Desde ese día, por necesidad, para no sentirme desbordada por el dolor, he ido escribiendo sobre ella, sobre lo que ha significado su dolor y su muerte". En este mismo sentido -quizá de un modo aún más contundente- se expresa Francisco Umbral en su mejor ¿novela? (novela, diario íntimo, texto poético, narración, largo poema en prosa, lo que sea, qué más da: pocas veces una mezcla de géneros dio un resultado tan glorioso), "Mortal y rosa", escrita tras la muerte de su único hijo: "Escribo por el placer de desaparecer. Es mi forma de supervivencia. Todos hemos querido ser invisibles alguna vez. El éxtasis, la levitación. El mundo y la escritura se intercambian reflejos, luces, y yo estoy en medio, entre dos fuegos, desaparecido, sin peso". Es, sin lugar a dudas, uno de los libros más escalofriantes sobre el dolor, sobre la devastación que ese dolor causado por la muerte del hijo provoca en el ser humano. Un antes y un después, inevitablemente, en la vida de un hombre que pierde el rumbo y que sólo lo encuentra, a ratos, en las palabras, en la literatura, en lo escrito. Sólo por ese libro Umbral merecería un lugar destacado en nuestras letras. Las reacciones de cada ser humano son -afortunadamente- diferentes.
Carmen Martín Gaite es otra de nuestras escritoras que perdió a su hija. Sin embargo, a diferencia de Paco Umbral, Calila (como la llamaban sus amigos) decidió, tras ese duro golpe, echar a volar la imaginación, alejarse del dolor y así creó "Caperucita en Manhattan", un cuento desde Nueva York para todas las edades, donde la ensoñación y el divertimento tienen destacados y decisivos papeles. Escribir, evadiéndose a otros mundos, refugiándose en la fantasía, para sobrevivir. Un relato inolvidable. Por esas mismas fechas, tras la muerte de su única hija, Carmen Martín Gaite tradujo al castellano la obra, "Una pena en observación", que C.S. Lewis escribió tras la muerte de su esposa, la poetisa Helen Joy Gresham. A ese libro pertenecen estas terribles palabras: "Los momentos en los que el alma no encierra más que un puro grito de auxilio deben ser precisamente aquellos en que Dios no puede socorrer. Igual que un hombre a punto de ahogarse al que nadie puede socorrer porque se aferra a quien lo intenta y le aprieta sin dejarle respiro. Es muy probable que nuestros propios gritos reiterados ensordezcan la voz que esperamos oír". Años más tarde, basándose en este libro y en su hstoria de amor, el cineasta Richard Attenborough filmaría una película, "Tierras de penumbra", igualmente contenida y conmovedora, con dos interpretaciones magistrales a cargo de Debra Winger y Anthony Hopkins.
Son sólo algunos -importantes- ejemplos. Hay más, evidentemente. Literatura y vida. Confidencias íntimas, recuerdos susurrados, confesiones sin máscara, frases a cara descubierta, contundentes fragmentos de interior. Esos tramos difíciles de la vida que, con el paso del tiempo, se plasman con esfuerzo en un papel y que nada, ni siquiera el constante bullicio de la propia vida, consigue dejar definitivamente atrás. Sólo, acaso, convertirlos en otra cosa, en muchas otras cosas: transformar, una vez más, el dolor en palabras, las emociones en otras emociones, la vida en literatura. Ahí, sí, está el hallazgo.

1 comentario:

  1. El talento,y el tener a la mano un arsesal de recursos para la expresión escrita os hace a los escritores ser más conscientes de las vivencias más duras de la vida.Se intensifica el dolor(aún el más duro e insoportable)precisamente por vuestro talento para definirlo,para conocerlo,para sufrirlo con más consciencia con mayor desgarro. De Philip Roth me gustó mucho"Pastoral americana".Muchas gracias.

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