Mi hermana los conoce a través de su trabajo en Cruz Roja. Son vecinos de una familia gitana, cuya hija, una niña de cinco años que no puede hablar ni moverse, María tiene a su cargo tres tardes por semana. Están casados desde hace tiempo y tienen un hijo adolescente. Viven a cinco kilómetros de Oviedo, en Lugones. Los dos están en silla de ruedas. Ella, a causa de una enfermedad degenerativa. Él, porque ya nació así, con las facultades motoras mermadas. La mañana del lunes, ella tenía que hacer un montón de papeleo en la ciudad. Mi hermana se ofreció a acompañarla. Resolvieron el papeleo, aquí y allá, y tomaron un café, contándose sus cosas. Hasta ahí todo bien. Hacía mucho frío y llovía torrencialmente, tal como habían dicho los meteorólogos la noche anterior. A media mañana, empezaron a caer los primeros copos de nieve. Cogería el autobús urbano para regresar a casa. Mi hermana dijo que la acompañaría en la espera. Los autobuses suelen pasar cada quince minutos, pero en días de lluvia siempre se retrasan un poco. Ahí viene el autobús. Se despidieron. Al llegar a su lado, al borde de la acera, el conductor, con cara de pocos amigos y moviendo el dedo de un lado a otro en señal de que no podían subir con la silla de ruedas, no les abrió la puerta. Pasó de largo, tan tranquilo, sin inmutarse. Tuvieron que esperar al siguiente. Media hora más en la calle con aquel temporal. No era la primera vez que les sucedía (con ésta y con otras compañías de autobuses), tanto a ella como a su marido, algo así, pero no por ello dejaba de ser igual de doloroso, de humillante. Siempre la misma cantinela. El conductor -quizá los hubiera- no explicó los motivos por los que no podían subir con la silla de ruedas. Simplemente, aquel gesto con el dedo de la mano derecha. Aquel gesto grosero, soberbioso, y, sobretodo, despiadado, que dolía más que el hecho de estar esperando media hora más por el siguiente autobús. La vida, más allá de los grandes acontecimientos, está compuesto de gestos, de pequeños e importantísimos gestos que conforman nuestro día a día. Y que nos definen de una u otra manera. Obviarlo debería ser motivo de sanción. Y tampoco conviene olvidar que mañana esa mujer en silla de ruedas podemos ser cualquiera de nosotros. A quien lo haga, a quien lo olvide, deberían retirarle todo tipo de puntuaciones.
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