martes, 15 de marzo de 2011

Decadencia nocturna

Éramos jóvenes y bebíamos bourbon. Pasábamos las noches en las calles riéndonos, creyéndonos los amos del mundo (de ese mundo que, naturalmente, nos íbamos a devorar a gloriosos bocados) y de la pista. Qué recuerdos. No había garito que desconociéramos. Cada hora de la noche tenía el suyo y respetábamos escrupulosamente esa regla. Todo tipo de locales, todo tipo de músicas. Rock, pop, folk, dance, y hasta heavy escuchábamos cuando salíamos con una amiga rubia a la que le gustaba el billar y esa rama dura de la música con la que nunca conseguimos conectar. El bourbon aún sabía a bourbon en todas partes. Oviedo no era Londres, ni Madrid o Nueva York, pero en ella había vida, ilusiones, colorido, ansias por la cultura, conciertos, encuentros literarios y juventud. La noche siempre se nos hacía demasiado corta. Nos refugiábamos donde había gente que pensaba como nosotros. Músicos, poetas, actrices: todos persiguiendo el mismo sueño. El sueño. París era una fiesta, y Hemingway y su vida y literatura uno de los espejos en los que reflejarse. El existencialismo, Fassbinder, Almodóvar y Marguerite Duras. Y los cabarets de cualquier lugar del mundo, con el 54 a la cabeza. Cada amanecer nos sorprendía con el espíritu aún inquieto y el sabor de un beso distinto. Qué reprimida eres y qué poco te pareces a Aitana, le dijimos uno de aquellos amaneceres con más alcohol que sangre en las venas a la estatua de La Regenta. No queríamos dormir porque no queríamos que aquello se terminase nunca.
Pienso en todo esto de regreso a casa, casi al amanecer, después de recorrer algunos de aquellos locales de entonces. Nada es lo mismo ya. Ni rastro de lo que había. Mucha gente está muerta y otra lo parece. La mayoría vive en otras ciudades: no les quedó otro remedio que marchar, aunque no quisiesen, al verse sin trabajo. Incluso algunos optaron por refugiarse en pequeños pueblos, alejados de esta decadencia. Sí, decadencia (más que nostalgia): ésa es la sensación. Y la palabra que definiría en lo que se ha convertido la noche de esta ciudad. Hacía mucho tiempo que no regresaba a esos lugares, que no pisaba la noche a fondo. Tiempo en el que han cambiado demasiadas cosas, empezando, seguramente, por mí mismo. Todo tiene su tiempo y su lugar en esta vida. En eso pienso, sí, mientras abrimos el portal y, a lo lejos, difuminados en la niebla del amanecer, distingo a algunos fantasmas que, tras pasarse la noche acodados en las mismas barras de entonces y acaso buscando la última hasta derrumbarse definitivamente en alguna cama, me saludan con infinito cansancio. Adiós, adiós. Apenas puedo sonreír. Qué triste todo.

1 comentario:

  1. Ah,los gloriosos días de la crapulencia,el alcohol y aquel cansancio juvenil...Y esta melancolía(que no lo es)sentida en los lugares donde nunca más estarán los acompañantes.Es cierto,sólo invade la tristeza.

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