miércoles, 27 de enero de 2010

El tiempo de los gitanos

Estaba en Gijón, por alguna de las estrechas callejuelas de Cimadevilla, pendiente abajo, muy cerca del mar. Era un local que se asemejaba a una cueva pequeña y acogedora, con ladrillos envejecidos, un altillo a modo de escenario al fondo y una minúscula barra a la entrada. Tenía su encanto. Un garito donde cantaban y tocaban las palmas un grupo de gitanos. Canciones míticas, clásicos populares. Del repertorio de Cecilia al de los Gipsy Kings, tan de moda por entonces. Lo hacían bien. Sus voces eran graves -con esa gravedad que otorga el J&B y el Winston americano a las voces- y sus palmas, grandes y fuertes, contundentes. Se turnaban para cantar y había uno que lo hacía igual que Manzanita y otro, de ojos de un intenso verde y larga melena rizada al viento, que Antonio Flores, aquel poeta. Al final de aquellas noches salvajes y muy divertidas, siempre terminábamos allí. Qué tiempos. Nos acordábamos entonces, claro, de Ava Gardner en sus interminables y legendarias noches madrileñas. No podía ser de otra manera. Aquel espectáculo debía de ser impresionante, una delicia para mitómanos avezados como ya éramos nosotros: Ava, muy borracha, con los ojos humedecidos por el alcohol, bailando al ritmo de los flamencos, buscando unos brazos en los que apoyarse, a la caza de cualquier compañía que le recordase a Frank, al murmullo de su voz, la voz de La Voz. El recuerdo de la condesa descalza, ya digo, siempre presente en aquellas noches de la iguana. Nos emocionábamos con aquellas canciones tremendas mientras pensábamos que el mundo, en breve, sería nuestro. Hay veces en la vida en las que, afortunadamente, se celebran muchas cosas buenas, muy buenas incluso. Nosotros, entonces, celebrábamos la amistad. No había más. Era suficiente. El final de la noche nos sorprendía de pronto, pidiendo la última canción y el último whisky. O los penúltimos. Afuera, el sol se reflejaba ya sobre el mar, sobre la quietud de los barcos, sobre los paseantes más madrugadores. Y el olor de ese mar despejaba un poco nuestras cabezas y nos recordaba que era la hora de irse a la cama, solos o acompañados, o a la playa.

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