viernes, 22 de enero de 2010

Panorámica

Esta mañana, al salir del portal de casa, me sorprendió la lluvia. Era muy temprano, aún no había amanecido del todo. A esas horas, mucha gente camina acelerada, en una y otra dirección, con cara de sueño y cansancio acumulado, hacia sus trabajos y sus quehaceres cotidianos. Los niños esperan, muy abrigados, junto a sus padres o madres, en la parada la llegada del autobús que los trasladará a sus colegios. Una nueva jornada. Subí a buscar el paraguas. Francesca me recibió con sus maullidos más alegres, enredándose entre mis piernas, tirándose a la larga en el suelo para que la acariciase. Supongo que pensaría que volvía para quedarme, como es siempre su deseo: no soporta estar sola. Bajé de nuevo a la calle, dispuesto a caminar un buen rato antes de abrir la librería. Me gusta caminar por la ciudad a esas horas. Observar a la gente. Los niños, los viernes, muestran una actitud completamente diferente al resto de los días de la semana. Saben que es el último día de trabajo, también el último día del temido madrugón. Recuerdo aquella maravillosa sensación de los viernes por la tarde. Llegar a casa, merendar, olvidarme del colegio, poder leer todo el tiempo que quisiese, ver la televisión sin horarios, acostarme tarde y fantasear libremente sin miedo al movimiento del dichoso reloj. Qué felicidad. Algunos jóvenes regresan ahora a casa, tambaleándose, después de una larga noche. Quizá vuelva de nuevo a ponerse de moda salir los jueves, como hace años. Los jueves eran días mágicos para quedar con los amigos. Hace tiempo que se perdió esa magia por mucho que algunos se empeñen en lo contrario. Me reconozco vivamente en esos jóvenes, en aquellas épocas de estudiante y en aquellas otras en las que estaba sin trabajo. Todos los días, entonces, eran días de fiesta. Y qué bien lo tenemos pasado, ¿verdad? Salíamos de casa a las doce de la mañana y regresábamos casi al amanecer. No había problemas, ni preocupaciones, ni recibo alguno que pagar. Libres de toda atadura. La ciudad, como el París de Hemingway, era una fiesta. O quizá éramos nosotros, sí, la fiesta. Bendita fiesta. Hay que aprovecharla siempre mientras se pueda, mientras el cuerpo aguante, por si acaso llegan los malos tiempos, que llegarán de un modo u otro, no cabe duda.
Caminando, al amanecer, un viernes o cualquier otro día de la semana, con paraguas o sin él, se descubre otra mirada de la ciudad, de las gentes. Una perspectiva muy diferente. Otra manera de tirar del hilo para empezar el día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario