Me gusta ver cómo cae la nieve desde este lado de la ventana, confortablemente sentado en el sofá con un libro en la mano y sabiendo que no tengo que salir a la calle si no me apetece. Hace años, tal día como hoy, la jornada siguiente al día de Reyes, era un día triste porque se acababan las vacaciones de Navidad y teníamos que volver al colegio. Y aún faltaban tres meses para las siguientes, siempre más cortas, las de Semana Santa. Pero si nevaba, aún había esperanza, podíamos tener prórroga y quedar un par de días más en casa jugando con los nuevos juguetes o leyendo todos aquellos libros que nos esperaban apilados por orden de preferencia. Me pasaba la jornada yendo y viniendo a la ventana, deseando que la terraza se cubriese de nieve, que los copos enterrasen las hojas de las plantas que el invierno no había conseguido aniquilar del todo y formasen una gruesa capa sobre los tejados de los edificios de enfrente y sobre los coches que estaban aparcados en la calle. A veces, había suerte y, al final de la tarde, mi madre decidía que sí, que me podía quedar en casa al día siguiente, total por un día. Entonces, con gran algarabía, llamaba a la abuela, que vivía en Mieres y allí, no sé por qué, siempre llegaba primero la nieve. La abuela se reía por mi entusiasmo y decía, ay, este niño, que siempre quiere estar con su madre... Ven, abuela, ven tu también a nuestra casa, gritaba. Y la abuela se reía aún con más intensidad. Qué hermosa y qué limpia risa tenía la abuela.
Hoy, como he trabajado muchas horas en estos pasados días, no tengo que ir a trabajar. Así que me quedaré en casa todo el día (para regocijo de Francesca, que ya algo intuye y ronronea, muy mimosa, a mi alrededor), cocinando, escuchando músicas, contemplando las diferentes luces del día, escribiendo, leyendo a mis escritoras favoritas, celebrando que le han dado el Nadal a una de ellas, Clara Sánchez, disfrutando desde este refugio del espectáculo de ver cómo cae la nieve y recordando, porque para mí ver nevar es recordar.
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