Estaba ahí, a primera hora de la mañana, tirada en el suelo, sobre los charcos de nieve sucia y barro que se habían formado cerca de los portales. La fotografía de una joven semidesnuda, con el pelo muy largo y muy rizado, y unas sandalias de vértigo, fotocopiada cuatro veces, en un blanco y negro triste y apagado, con un número de teléfono móvil, y su nombre, Sandra, y un breve comentario debajo, morena, española de verdad, curvas de vértigo, todo tipo de servicios, llámame, te espero. En los últimos tiempos se ha puesto muy de moda este tipo de anuncios. A veces, a última hora de la noche o a primera de la madrugada, he visto a chicos jóvenes, dominicanos o cubanos casi siempre, colocar estos anuncios en los parabrisas de los coches, en las bases de las farolas, en los portales, en los bancos de madera, bajo las persianas echadas de los bares. Si siempre resulta algo penoso y decadente, hoy, aún amaneciendo el día, lo parecía aún más. El frío y la oscuridad y la suciedad de la nieve, de esa nieve que es muy hermosa, sí, vista desde el lado más cálido de la ventana cuando está cayendo lentamente, contribuían a ello. Sandra, Sandra, Sandra. ¿Sería ése su verdadero nombre? ¿Estaría aún, a esas horas en las que salía de mi casa en dirección a la librería, disponible a las llamadas de sus posibles clientes? ¿Cuándo empieza y acaba el horario de trabajo de Sandra?, me pregunté. De todas las demás chicas que trabajan como ella y que no tienen ni siquiera un anuncio cutre y fotocopiado como el suyo. Ese anuncio que el viento y la nieve arrastrarán por la ciudad hasta que los encargados de la limpieza sepulten bajo sus oscuras bolsas de basura. Y que, en cierta medida, debería avergonzarnos.
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