La familia, especialmente la figura de la madre, y los viajes, pese a que ella misma confiesa múltiples miedos e inseguridades a la hora de enfrentarse a ellos, son esenciales en la literatura de Soledad Puértolas. ¡Cuántos retratos de la madre en algunas de sus mejores páginas! ¡Cuántas mujeres viajeras en tantas otras! Viajes en tren, mayoritariamente, que, como en el resto de su obra, esconden, detrás de su aparente sencillez, miles de cosas, de aventuras, de sensaciones, de deseos, de frustraciones, de temores, de hallazgos. Esa manera de narrar, mostrando sólo lo esencial, es una de las más complicadas de llevar a cabo. Soledad, que ha tocado gozosamente todos los géneros, es una maestra en ese arte, el arte de crear atmósferas a través de un estilo directo, que ocultan las turbulencias de las vidas cotidianas, la fragilidad de la existencia. Lo extraño, lo difícil o lo luminoso, según el momento, que es vivir. Ahí está la tradición de los mejores cuentistas americanos. De John Cheever a Raymond Carver, de Carson McCullers a la canadiense Alice Munro. Sin olvidarnos, por supuesto, de Anton Chejov -tan vigente, tan cercano-, o de damas como Katherine Mansfield o Virginia Woolf, de quien Soledad heredó su derecho a una habitación propia (habitación para leer, para escribir, para coser, para pensar, para amar o, simplemente, para contemplar en silencio el mundo a través de una ventana abierta, las estrellas que brillan en ese cielo nocturno), la reflexión más íntima y depurada, la belleza de la palabra escrita, y ese punto ligeramente melancólico.
Ahí, sí, se inscribe la obra de Soledad Puértolas. Con su inconfundible manera de narrar, con su sabia visión del mundo, con su sutileza: ahí está su estela. Esa estela que, como esas bolsas de plástico que arrastra el viento en días que auguran tormentas y que flotan durante horas por el espacio, esconde el enigma, el misterio, la fugacidad de la vida.
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