Me lo trajeron los Reyes. A una de las fichas válidas por una copa del mítico bar de Nueva York donde el 28 de junio de 1969 tuvo lugar una de las revueltas más importantes a favor de la igualdad de gays y lesbianas (y por la cual, desde entonces, se viene celebrando en esa fecha el todavía imprescindible día del Orgullo gay: será necesario mientras aún haya personas -como, lamentablemente, las hay- que consideren una enfermedad esa opción sexual tan respetable como cualquier otra), el Stonewall, situado en pleno corazón del Village, le han puesto una cadenita de plata y ahora es un llavero, mi llavero, el que llevo a todas partes y el que tanta falta me hacía. Pero ese llavero, tan bonito y original, es algo más que un llavero, es algo más que un simple regalo. Es el recordatorio de aquel viaje, de nuestro primer viaje a Nueva York. Todas las intensas sensaciones vividas entonces. Los paseos por toda la ciudad, y en especial por aquel barrio, el del Village, tan tranquilo, tan especial. Todo en aquel viaje estuvo rodeado de magia, como no podía ser de otra manera (no conozco a nadie al que Nueva York, a diferencia de otros lugares más o menos idealizados, le haya decepcionado). Allí, en el Stonewall, aquella tarde vimos el anuncio de la visita al día siguiente de Rue McClanahan, una de las chicas de oro -Blanche, la divertida, exagerada, coqueta y sexy sureña que se quitaba años y sumaba constantes citas- de la famosa serie de televisión. Al principio, pensamos que se trataba de un travesti que haría alguna actuación imitando los rasgos de aquel genial personaje. El amable camarero de la barra nos aclaró que se trataba de ella, de la mismísima Rue en persona. Aquella noche, en uno de los bares cercanos, donde tomamos un montón de exquisitos cócteles, una chica con la misma voz que Kathleen Turner nos deleitó con medio repertorio del mejor Broadway, al lado de un piano de color blanco. Al día siguiente, lógicamente, regresamos al Stonewall. Y allí estaba ella, Rue, simpática, pícara, cercana y divina, presentando su último libro. Todos apretujados, heterosexuales, gays y lesbianas de todo tipo, esperando la firma de aquella anciana que se mantenía estupenda, casi, casi como veinte años atrás, cuando la inmortalizó la genial serie de televisión. Su sentido del humor era una buena muestra de su espléndida lucidez. En el Stonewall, sí, conseguimos aquella ficha por una copa, la que ahora luce en mi nuevo llavero, y un recuerdo imborrable. Uno de esos recuerdos que tienen lugar en uno de esos sitios emblemáticos que, de un modo u otro, forman ya parte importante de la Historia.
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