lunes, 14 de abril de 2014

Historia de una maestra

Hacía mucho tiempo que no sabía nada de ella, que no coincidíamos por la calle. Ayer, mientras tomábamos un vino en una terraza, la vi pasar de lejos. Se llama Marcelina y fue mi primera maestra. Es cierto que los años no pasan en balde para nadie y por eso me costó un poco reconocerla. Fue mi madre la que me alertó de su presencia, en la acera de enfrente, caminando lentamente, subida en unos tacones quizá demasiado altos para su edad, para el cansancio que parecía arrastrar. Llevaba en la mano un ramo de laurel, salía de misa. El rostro muy envejecido, claro. La misma melena color ceniza de entonces, la misma cara amable. Hablo de un tiempo en el que yo tenía cuatro o cinco años y ella ya me parecía una mujer mayor, aunque no lo fuera. Como siempre nos parecen muy mayores todas las personas cuando nosotros somos tan pequeños. Era una mujer encantadora, dulce, paciente con los niños, entregada por completo a su oficio. Jamás se enfadaba o levantaba el tono de voz. Nos enseñaba a leer y a escribir, a sumar y a dibujar. Alentaba la imaginación y la fantasía de los niños. Nos leía cuentos y poesías infantiles. Y los viernes por la tarde, como preámbulo a los días de descanso, nos dejaba jugar por el aula, hablar unos con otros, corretear, enredar. Si me ponía enfermo, cosa que era frecuente por entonces debido a la fragilidad de mi garganta, me daba mucha rabia quedarme en casa. En casa lo pasaba bien, con mis libros y mis cosas, con la presencia cercana de mi madre, pero ir a las clases de aquella mujer, Marcelina, suponía toda una fiesta. Nada que ver con el infierno que vendría después, en aquel dichoso colegio de curas al que luego me cambiaron. Ni uno solo de aquellos profesores y curas que tuve puede compararse en entrega a su trabajo con aquella mujer que entonces me parecía tan mayor y  que hoy realmente lo es. Toda una vida dedicada a la enseñanza. Marcelina. Repito su nombre porque al hacerlo consigo evocar la felicidad de aquel tiempo, la sabiduría de una mujer que amaba profundamente su trabajo. Un trabajo al que se entregaba por completo, sin esfuerzo aparente ni malos rollos. No recuerdo una sola mala cara, un gesto de reproche, una fea contestación. Y, aunque desconozco cómo transcurrió su vida privada, supongo que tendría días malos y espesos. Días de esos en los que desearía quedarse en la cama durante toda la jornada. Como nos pasa a todos.
Nunca, ya digo, volví a tener un maestro así. Entregado por completo a su trabajo, disfrutando plenamente con él. Sólo Magdalena Cueto, en el primer año en la facultad, con sus clases de Teoría Literaria, podría compararse con ella. Con aquel gozo que suponía asistir a sus clases, escuchar sus explicaciones, divagar sobre Aristóteles o sobre cualquier otro. Sólo ella. Siempre con su cigarrillo negro entre los dedos (estoy hablando de un tiempo -tan lejano, tan cercano- en el que se podía fumar en las clases) y aquella voz que te envolvía y que conseguía que no pensases en nada más que en su discurso. Los hilos de aquellos discursos eran tan amplios, eruditos y entretenidos que iban de un tiempo a otro, de un siglo a otro. La pasión por la narración y por los narradores jamás disminuía. Y conseguía que no te distrajeses de todo ello bajo ningún concepto.
Volvamos al día de ayer. Marcelina se fue alejando lentamente, con su paso cansado, su media melena color ceniza y sus tacones altos. Su aire inequívoco de maestra jubilada. Y pensé, mientras lo hacía, que quizá se tratase de la última vez que la viese. Y también pensé que su legado estará presente en mí mientras esté vivo y la memoria no tambalee. Luego, en silencio, brindé por ella. Por Marcelina, mi primera maestra. Todo un ejemplo.    

1 comentario:

  1. No sé si ellos, los maestros, son conscientes de lo importantes que son en nuestras vidas recién empezadas. Espero que lo sean, como espero o mejor, me gustaría que supieran cuánto han dejado en nosotros, en gente como tú y como yo capaces de reconocer en nosotros mismos los frutos de esas semillas que sembraron en una tierra fértil, tan fértil que todavía da frutos ahora mismo. Buf, me has hecho llorar pensando en las mías (y digo las mías pero también hubo hombres aunque menos).

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