miércoles, 2 de abril de 2014

Extraño en la ciudad

Recorro lugares de la ciudad por los que hacía mucho tiempo que no transitaba. Lugares alejados de la casa en la que ahora vivo y de la casa donde viven mis padres. Y al hacerlo, al pasar por algunos de esos rincones tan cambiados con respecto a entonces, tengo la sensación de estar en otra ciudad. Una ciudad diferente a la mía. Me siento un poco extraño, como si las historias que viví en algunas de esas zonas ya no me pertenecieran en absoluto. Historias de amor o de amistad. Bares que están cerrados o que simplemente ya no existen, restaurantes antiguos que ahora se han convertido en coctelerías con un aire un poco hortera y que tratan de emular a las cosmopolitas coctelerías que aparecen en películas y suplementos dominicales, tiendas que se han transformado en una especie de grandes almacenes regentados por chinos, panaderías que venden de todo menos pan. Los cambios son muy evidentes. Como si llevasen ahí toda la vida y nunca hubiese existido todo lo anterior. Es una sensación curiosa. Como si me hubiese ido a vivir a otra ciudad lejana y regresase por unas horas a esos lugares donde compartí experiencias con otras personas que tampoco existen, a día de hoy, en mi vida. Pero la mente humana -a rachas- no es tan frágil como parece. La memoria rescata aquellos lugares, los superpone a los actuales, aunque haya pasado tanto tiempo. Aunque sea por unos momentos, mientras paso por ahí y recuerdo que no estoy en otra ciudad, que sigo en la mía, tan cambiada, tan machacada por la crisis. Como casi todas.
La sensación de ser un extraño en tu propia ciudad. A veces, casi sin darnos cuenta, pasa. Un extraño en tu propia ciudad, sí. Aunque sea por unos instantes. Como en este paseo. Alejado de los lugares que suelo recorrer, de las diferentes zonas de la ciudad por las que casi cada día paso. Por las calles o los parques por los que transito, habitualmente por la mañana, mientras la ciudad y sus habitantes van arrancando, desperezándose del sueño, abandonando el mal humor que conlleva tener que enfrentarse a una jornada (quizá) poco prometedora. Como si esta mañana no estuviese en mi propia ciudad, sino en una ciudad desconocida.
Paso por delante de un viejo edificio y recuerdo que en una de esas ventanas compartí una historia que prefiero que se difumine en la memoria. A todo el mundo le ha pasado. Sin embargo, al dejar atrás el viejo edificio, siento como si esa historia ya no me perteneciese en absoluto. Son cosas que ocurren y que debemos agradecer al tiempo. A su transcurso. Ventanas que ya no te dicen nada. Luces que tardaron en apagarse, pero que, cuando lo hicieron, fue de un modo definitivo, irrevocable. Y que ni siquiera se puede hacer literatura con ellas.
Y continúo caminando, sintiéndome, durante unas cuantas calles más, un extraño en mi propia ciudad. Como si de algún modo aún no hubiese regresado del todo de una especie de turbio sueño. 

2 comentarios:

  1. Hay una sensación aun peor estimado Ovidio; La morriña que puedas llegar a sentir por una ciudad que ya no existe, qué ya no tiene a tus amigos o a tu familia y que sin embargo sabes que está en el mapa. Pontevedra existe, pero ya no para mi, Tan cambiada que seguro que no la reconozco, sin la gente que allí vivía hace 20 años...El paso del tiempo. Demoledor.

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