jueves, 24 de abril de 2014

Un poema (o casi)

Era de noche, y hacía mucho calor, y yo llevaba la camisa muy desabrochada porque estaba mucho más delgado que ahora y la moda, también por entonces, era así. De repente, un viernes cualquiera, estás bailando en una pista de baile, con la última copa en la mano, y alguien aparece y toda la vida cambia de una décima de segundo a otra. El mundo se detiene, o algo parecido, aunque siga avanzando, avanzando, como hemos visto, como hemos comprobado hasta llegar aquí, siete años después. Y un buen día te das cuenta de que han pasado todos esos años, de que ya no estás tan delgado ni las modas son aquéllas, y sin embargo, cada vez que me acerco a ti, y lo hago muy a menudo (siempre doy gracias por ese privilegio), siento la misma electricidad que recorrió mi cuerpo aquella primera noche, la primera vez que te vi y te besé, con la última copa en la mano y la camisa muy desabrochada. Han pasado tantas cosas buenas en todos estos años que casi son capaces de borrar a las otras. Sí, son capaces de hacerlo. No hay duda. Lo malo queda enterrado por unas cuantas risas y recuerdos, y otras tantas botellas de vino. La miseria que se quede al otro lado, sentenciamos. Y se queda. Al otro lado. A este lado de la puerta, la vida nos sonríe. No podemos quejarnos. Cuando suena Marianne Faithfull o cualquier otra de esas damas a las que adoramos y el sabor del vino va recorriendo lentamente nuestras gargantas, lo recordamos. Es así.
Años después de aquella primera noche -la camisa muy desabrochada, la pista de baile, la última copa, etcétera-, decidimos casarnos. Porque nos apetecía mucho hacerlo y porque es bueno cumplir las leyes cuando alguien ha dado la cara por ti, por muchos como tú, haciéndolas posibles contra la opinión de los radicales, de los que no respetan al que no tiene los mismos gustos que los suyos, de los que te amargaron la vida cuando eras un crío. Y hoy, un día después del Día del Libro, se cumplen cuatro años de aquella mañana en la que lucía un esplendoroso sol en Gijón: el mar en calma, su olor llegando hasta aquella plaza. No cambiaría cada uno de los días que conforman estos cuatro años por ninguna otra cosa. Ningún tesoro, por valioso que sea, es comparable a todo esto. La memoria de todo este tiempo durará hasta que alguna cruel enfermedad la devaste. Sólo eso, la enfermedad, podrá acabar con ella. Lo malo se queda al otro lado, ya está dicho. Con solo mirarte, el valor de las cosas -de todas ellas- adquiere matices desproporcionados. Por eso te miro, cada segundo, aunque tú no lo sepas. Que lo sabes. Cada segundo. Estoy convencido.   

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